¿Qué hace un embera proveniente de las selvas del Chocó en el centro de Bogotá, tocando guitarra y acompañado de sus dos pequeños hijos?

 

A principios del año 2005 llegaron a Bogotá cerca de 25 familias del pueblo Embera. Salieron de su resguardo en el municipio de Bagadó en el Chocó porque los insurgentes los sacaron violentamente de su territorio. Decidieron venir a la capital para buscar ayuda de parte del gobierno y para hacer la denuncia de lo que les sucedió.

 

Tan pronto llegaron se establecieron en la localidad de Los Mártires en condiciones poco favorables para el bienestar humano. Se reportaron ante la Red de Solidaridad Social de donde obtuvieron los beneficios por su status de desplazados. En el mes de agosto, el Departamento Administrativo de Bienestar Social, en el desarrollo de sus labores de asistencia a la población vulnerable en la localidad, se encontró con las familias Embera en unas condiciones deprimentes. Las vincularon de inmediato a uno de sus programas y las llevaron a un albergue en el cual atendían a otras familias en condición de vulnerabilidad.

 

Su vida había transcurrido en medio de un ambiente de hacinamiento, enfermedades e infecciones causadas por diferentes factores como las malas condiciones del lugar donde vivían.  Uno de los niños murió de bronquitis y otros tantos se contagiaron de varicela. Adultos y niños adquirieron tuberculosis, gripas y otras enfermedades contagiosas, mientras otros de sus miembros caían en el vicio de las drogas, a las cuales llegaron en su deambular por el centro de la ciudad, pues si bien obtuvieron la ayuda económica de la Red, empezaron a recorrer las calles pidiendo limosna y acudiendo a la “caridad” de los ciudadanos.

 

Cuando llegaron al albergue, las diferentes entidades del Distrito movilizaron sus recursos para atenderlos. No solo fue una cuestión de alojamiento, pues estaban atendiendo a unas personas con una tradición cultural diferente, con unas costumbres ajenas a las de las personas que habitualmente atienden, con unas formas diferentes de concebir el tiempo, el espacio y la vida misma. Los conflictos no se hicieron esperar, pues los hábitos de aseo, la forma de relacionarse con los demás habitantes del lugar, y las costumbres adquiridas recientemente en la ciudad, es decir el alcoholismo, la drogadicción y la indigencia chocaban con las normas de convivencia interna del albergue.

 

El tiempo fue pasando y los embera se fueron adecuando a los hábitos del lugar, sin embargo había algo que fue constante desde el momento de su llegada: la mendicidad. En los momentos en que podían salir del albergue muchos de ellos se dedicaban a pedir dinero a los transeúntes del centro, incluso hubo algunos que salían de Bogotá y aprovechaban la concurrencia de personas en lugares como las iglesias para acudir a su caridad y obtener una “ayuda” para solventar su situación. ¿Cuál situación? “la falta de trabajo para tener dinero” me dijo un embera.

 

Algunos de ellos elaboraban collares y los vendían en la calle, otros, generalmente mujeres con sus niños, tan solo se sentaban en los andenes a esperar unas cuantas monedas. Al parecer fue efectivo pedir plata, pues empezaron a obtener dinero, con el cual compraban ropa y otros elementos, incluso compraban bebidas alcohólicas que entraban camufladas al albergue. Esa fue la dinámica hasta que el gobierno organizó un plan de retorno y los llevaron de nuevo al Chocó.

 

Pero como ellos, otros tantos embera procedentes de otros lugares del pacífico y del departamento de Risaralda aún recorren las calles de la ciudad en condición de mendicidad. La razón es muy concreta y un hombre embera me la explicó: “pidiendo plata gana uno más que sembrando en el Chocó”. Esa frase sembró en mí la duda sobre las causas de la presencia indígena en Bogotá y de la preferencia de la mendicidad sobre las actividades tradicionales de subsistencia.

 

Las condiciones por las cuales los indígenas dejan su lugar de origen no solo se limitan a las acciones violentas de los actores al margen de la ley. Existen unas razones estructurales relacionadas con el deterioro de la calidad de vida de las poblaciones y de los lugares en los que viven. No es gratuita por lo menos la movilización de los embera katío del alto Sinú ante la construcción de la hidroeléctrica Urrá I, la cual generó un fuerte impacto en las dinámicas ecológicas de los sistemas naturales, y por consiguiente en actividades de subsistencia como la pesca de donde los indígenas obtienen los recursos que necesitan a diario.

 

Las economías de subsistencia decaen ante el florecimiento de los monocultivos y las economías extractivistas, y regiones como el Pacífico no son ajenas a ese proceso. Esto lleva a que sea “más productivo” pedir limosna que dedicarse a la agricultura de subsistencia. Y para pedir limosna nada más propicio que una urbe tan concurrida como Bogotá, donde ver un indígena es algo “exótico” y digno de compasión.

 

Pero el problema no se circunscribe a la capital, pues otras ciudades como Medellín y Pereira son escenario de la mendicidad de indígenas que salen de sus resguardos a conseguir otros medios en las urbes. Incluso el problema no es exclusivamente nacional, pues al revisar la situación en otros países latinoamericanos uno se da cuenta que el problema va más allá de las fronteras nacionales. En Paraguay por ejemplo, miembros del pueblo Mbyá deambulan por las calles de Asunción después de dejar sus territorios originarios, en los cuales los recursos para su subsistencia empezaron a escasear. De manera tal que las calles de la ciudad eran escenario para la mendicidad de mujeres indígenas acompañadas de sus hijos. Situación similar viven los Mapuches en Chile, donde algunas comunidades se han visto obligadas a salir de sus habitats por causa de la privatización de los territorios.

 

La mendicidad indígena no solo se sirve de la caridad, sino que además adquiere un agregado por la filiación étnica de quienes la practican. Por eso hay quienes han sabido aprovechar esta situación para utilizar a los indígenas en un negocio ilegal de explotación humana. Me refiero a la denuncia hecha hace un tiempo de un grupo de personas que trajo indígenas del Ecuador con el firme propósito de ponerlos a pedir plata en varias ciudades de Colombia. De la “ganancia” diaria solo una pequeña parte era para las familias que se entregaban a la mendicidad, y la otra iba para el aprovechamiento de los autores del “negocio”.   

 

De manera tal que la mendicidad de los indígenas no revela solamente una situación de violencia en el caso Colombiano, sino además muestra una situación de desestructuración social y de crisis ambiental, en la cual predomina la visión de la monoproducción, la propiedad privada y la productividad económica de los recursos naturales. Situación en la que no solo se ven envueltos los pueblos indígenas sino además los afrocolombianos y campesinos, que hacen que el problema sea aún mas grave, pues la vulnerabilidad no solo se dimensiona en términos económicos y de bienestar sino que en este caso toma una relevancia la cultura, pues en últimas el desmembramiento de las comunidades causado por el desplazamiento forzado y la crisis económicas es una amenaza la estabilidad cultural, que en muchas ocasiones determina la convivencia de la gente y la reproducción social.

 

El choque cultural que genera llegar a un espacio nuevo, con gente diferente, con otras costumbres y formas de vida, necesariamente causa traumas sociales que se ven reflejados en problemas de salud y de otra índole como la mendicidad misma. Las familias embera dispersas en la ciudad se desarticulan de sus sistemas culturales, pues por ejemplo el papel de los jaibaná, o médicos tradicionales, deja de existir al no tener una comunidad que lo legitime. De esta manera, las estrategias de inserción en la ciudad pasan por acudir a la misma condición de indígena para que la mendicidad sea más efectiva, pues la imagen del buen salvaje, tan reiterado en diferentes espacios académicos, funciona en la realidad. Mal harían los indígenas en dejarse morir de hambre en una ciudad.

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