Había llegado la hora de decidirse y el indio escogió como compañera para toda su vida a la mayor de las hermanas.

 

Cumplidas las pruebas de rigor: construir una canoa en un día, conseguir cangrejos, camarones y peces en una noche y al amanecer cazar una danta, una guagua y otro animal salvaje que sirviera como alimento y mostrar su fuerza y destreza ante su suegro, recibió nuestro buen indio a la hermana mayor como eterna compañera, y empezó su nueva vida haciéndolo todo con cariño y exclusividad, entregándose de lleno a tener y hacer feliz a su mujer.

 

Pero Ducurruna, la hermana menor, estaba perdidamente enamorada de su cuñado y resolvió conquistarlo; para ello se valió del mejor de sus perfumes e impregnó con él todo sus cuerpo y empezó a seguir, sin ser vista, al que quería fuera su hombre; por donde quiera se movía un suave y delicioso olor lo acompañaba y hacía latir desenfrenadamente su corazón; trataba de esquivarlo y más y más lo perseguía, hasta que un día resolvió seguirlo y fue a dar exactamente frente a su cuñada que lo esperaba con los brazos abiertos; la observó, recorrió con la mirada todo su cuerpo, hizo un gran esfuerzo, dio media vuelta y se alejó de ella.

 

Dacurruna, despreciada, angustiada y quejumbrosa no volvió a seguirlo y alejándose a tientas fue a posar en la cima de una montaña desde la cual se contemplaba el mar y allí murió oyendo un hermoso y triste canto; su cadáver se convirtió en una yerbita que no solamente lleva su nombre, sino que mantiene todo su perfume.

 

A partir de este momento las mujeres emberás siembran caminos de Ducurruna para que los hombres que por allí transiten, al sentir latir sus corazones con el perfume del amor, salgan a buscarlo y se encuentren con ellas.

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