En las cercanías de Guáquira vivió hace muchos años una familia indígena, pobre y un tanto numerosa: estaba conformada por los padres y cinco hijos, dos de ellos gemelos: Donsiquiera y Ogantá; para vivir cultivaban la tierra con ahínco y por eso la comida nunca les faltó.

 

 

 

Ogontá era un indio fuerte y bien presentado y se distinguía mucho en el trabajo; Donsiquira era una niña amable, de ojos hermosos y apuesta figura; se la consideraba la más bella de las mujeres de la región  y solía moverse contoneando su cuerpo por entre los sembrados de sus hermanos, especialmente por los de Ogontá, quien la miraba de soslaya y no ocultaba la admiración que su presencia le producía: era indudable que entre ellos había algo más que el amor de dos hermanos.

 

Con el correr de los días enfermó el padre y, pese a los buenos oficios del curandero, falleció; la vida, un tanto pesarosa por la ausencia definitiva del jefe del hogar, continuó casi en la misma forma, salvo que la madre comenzó a dar muestras de fatiga y a consumirse poco a poco; la muerte de su esposo había sido un duro golpe para ella y, pensando que de un momento a otro podría ir a hacerle compañía, llamó una tarde a Donsiquiera y le dijo:

 

¡Hija!: presintió que voy a morir muy pronto y es necesario que busques marido; en verdad, todavía eres joven pero no debo dejarte sola, sin un hombre que te cuide y vele por tu futuro; afortunadamente eres muy hermosa y más de un galán se sentiría honrado teniéndote por su mujer; creo que quien más te conviene es el hijo de los vecinos, un mozo fornido y bien presentado, esta noche dejará la manta en la puerta de nuestra casa y bien sabes que eso indica compromiso; espero que lo aceptes.

 

Donsiquiera escuchó atentamente a su madre y cuando terminó, un débil sudor invadía su cuerpo, la palidez natábase en su rostro y sus ojos, antes alegres, travieso y juguetones, mostraban como una especie de tristeza y melancolía; con pasos temblorosos se acercó a su choza y tendida sobre la estera , sollozó adolorida.

 

Cuando Ogotá llegó del trabajo notó su ausencia y confundido se dio a buscarla por doquier, hasta que al fin la encontró.

 

¿Qué te pasa, hermana mía? ¿Por qué lloras? ¡Pobrecita!, parece que has sufrido mucho; cuéntamelo todo, cuéntamelo, que estoy que grito de impaciencia.

 

Y Donsiquiera contó a su hermano lo sucedido; las miradas de ambos se cruzaron y como electrizados, permanecieron juntos por algunos instantes; después... bajaron la cabeza y salieron al patio. 

 

Esa noche, el hijo indio de los vecinos dejó la manta en solicitud de compromiso y Donsiquiera, obediente y convencido por su madre, lo aceptó.       

 

El día antes de la boda todo fue dispuesto para que no faltaran la alegría y el regocijo; la mama de la prometida tenía una olla inmensa con el licor que para el fin había preparado y salió a invitar a algunos familiares; mientras tanto, Ogontá, triste y pensativo, fue a ver que hacía su hermana y al observarla pálida y afligida, se arrojó sobre ella, la tomó entre sus brazos, la miró fijamente por algunos instantes, la miró fijamente por algunos instantes y juntando los labios rodaron suavemente por el suelo; un confundir de cariños y de latir de corazones los envolvió por mucho rato: se amaban entrañablemente y era este el momento en que se lo confesaban y se lo juraban hasta la muerte.

 

Tan compenetrados estaban que no se dieron cuenta de la presencia de la mamá; en efecto, había llegado y a más de contemplar la escena, había escuchado sus promesas de amor; sólo cuando sintieron un grito pudieron verla, toda llena de ira con un palo entre sus manos, lista a castigarlos; en un santiamén brincaron por detrás de la olla que contenía el licor, y al descargarles el primer golpe, el palo hizo contacto con la vasija y la partió; salió, entonces, el líquido que contenía, que se convirtió en agua y empezó a inundar sus alrededores y mientras esto sucedía, los enamorados corrieron hacia la laguna cercana; los tres hermanos pequeños lloraron, imploraron y pidieron el perdón y ella, enfurecida, lanzó a todos una maldición y los convirtió en cinco grandes piedras que poco a poco fueron sepultadas por las aguas que inmisericordemente continuaron brotando de la vasija; la misma madre, que se había paralizado al contemplar lo que quedaba de los suyos, pereció ahogada.

 

En días de verano se observan allá en la mitad de la laguna y en su parte más profunda, cinco grandes rocas que desafiantes resisten los embates de las olas y de los tiempos, y hay quienes aseguran que en las noches de luna llena se oyen los tiernos coloquios de los hermanos enamorados.

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