San Basilio de Palenque fue el escenario en donde se realizó el XXIV Festival de Tambores y Expresiones Culturales. Crónica de seis días caminando por el Primer Pueblo Libre de América, declarado por la Unesco como Obra maestra del patrimonio oral e inmaterial de la humanidad.

 

Las manos negras de Franklin Hernández Cassiani son pesadas, toscas, gruesas, carrasposas. Las palmas son ásperas, como con callos.

El muchacho, que tiene 17 años, está sentado en un patio de una casa ubicada en Barrio Arriba, en San Basilio de Palenque, la tierra del tambor. Entre sus piernas, cómo no, ciñe uno de esos instrumentos que lo han acompañado a él y a su pueblo durante toda la historia.

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Franklin toca, endiablado. Tiene los ojos entrecerrados, como transportado en otro mundo. Su golpe de ese tambor alegre acompaña la voz de Farid Torres, 32 años, uno de los pocos solteros del pueblo, que canta en el grupo musical Oriki Tabalá, un nombre que significa ‘fiesta de tambores’. Farid está entonando el himno de San Basilio de Palenque.

“Palenque fue fundadooo, fundadooo por Benkos Biohó. Y el esclavo se liberooó, hasta que llegó a famoso. Áfricaaa, África, Áfricaaa, África…”.

La escena se desarrolla en una tarde ardiente de más de 38 grados centígrados de un jueves de octubre, un día antes de que en San Basilio de Palenque, ese corregimiento que hace parte del municipio de Mahates, en el departamento de Bolívar, ubicado a 45 minutos de Cartagena, se inicie el XXIV Festival de Tambores y Expresiones Culturales.

Sentado junto a Franklin, Farid me explica ahora el asunto de las manos del muchacho. “La mano de un tamborero se protege a sí misma contra el cuero y el palo. Sabe que si toda una vida va a estrellarse sin parar en el cuero del chivo, del venado o de la vaca, tiene que resguardarse”.

Franklin sonríe y se mira enseguida sus palmas, levantándolas directo al sol. Después me estrecha las mías para que compruebe la aridez de una mano de un tamborero de San Basilio. En el acto sentencia: “El tambor es lo mejor para mí. Nadie me lo quita”. De nuevo, estrella las manos contra el instrumento e inicia su trance.

La historia de este enclave africano en Colombia, cuna de músicos legendarios como el maestro Rafael Cassiani, director del Sexteto Tabalá, y boxeadores de pegada mortífera como Antonio Cervantes, ‘Kid Pambelé’, tiene el tinte de un cuento épico.

El pueblo fue fundado por esclavos liderados por Benkos Biohó, un hombre afro nacido en Guinea Bissau, África Occidental, y que según una de las leyendas, fue capturado y vendido en 1596 como esclavo al español Alonso del Campo, en Cartagena.

Benkos se rebeló a ese destino de tortura, organizó un forajido ejército de esclavos para dominar los Montes de María, en los departamentos de Bolívar y Sucre, y llegó a esta tierra que he pisado durante seis días, Palenque, que se define como el lugar poblado por esclavos africanos fugados del régimen español. Aquí en este territorio, símbolo de libertad, Benkos y sus hombres doblegaron a la cadena, al candado, al dominio de la voluntad.

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En los cerros de Palenque ubicaron tambores de más de metro y medio, los ‘Pechiche’, para que cuando fueran tocados, lanzaran la señal de un posible ataque del enemigo blanco. Fue de esta manera, con el tambor en la trinchera, que Palenque se declaró como el Primer Pueblo Libre de América. Y aquí estoy, pisando los caminos de este pedazo de África en Colombia. Sigo en el patio, con Franklin.

El tambor, me dice ahora, es una forma de expresión, una extensión del alma, del cuerpo. El tambor, insiste, es una manera de mostrar la alegría del hombre negro. Y es, además, medio de comunicación, teléfono de Palenque. Anuncia con su bramido a pueblos cercanos como Malagana o Palenquito acontecimientos tan disímiles como un velorio o una fiesta; una enfermedad o el nacimiento de un niño.

En el lumbalú, el ritual fúnebre que se realiza para despedir a los muertos, el golpe del tambor orienta el alma del difunto hasta el más allá, en lo más alto del África, donde aseguran en Palenque queda el sitio del descanso eterno. También, dicen que el que tenga hambre y empiece a tocar, el tambor le espanta la fatiga, sin duda.

La vida en este pueblo en el que habitan 3.500 personas, agrupadas en 435 familias que ocupan 421 casas, gira alrededor del toque enfurecido de un tambor. Bom, bom, bom, bom…

II

Para llegar de Cali a San Basilio de Palenque hay que subirse en un avión hasta Bogotá y en otro hasta Cartagena. Después, en carro, se debe tomar la carretera Troncal de Occidente, pasar por poblaciones como Arjona, Gambote y Sincerín, pagar dos peajes que están casi juntos, hasta llegar a una trocha que conduce al pueblo. Son cinco kilómetros de un camino que, dicen los habitantes de San Basilio con una esperanza que no le da espacio a la duda, estará pavimentado en el 2010. Ahora esa ‘carretera’ es polvo y tierra. Y silencio. Y selva virgen a lado y lado.

Desde que pisé este territorio sentí un ambiente de feria, de fiesta. En los patios de las casas levantadas con paja y bahareque se escuchaba el toque del tambor y el canto de hombres, de mujeres, de niños. En las calles, bebés de dos y tres años aparecían en las esquinas y casi desnudos bailando champeta. Las jóvenes, cuando caminaban, en realidad danzaban. Es que el baile en San Basilio se lleva literalmente en las venas.

En Palenque comprobé que el tambor atrae, llama, hipnotiza. La primera noche, por ejemplo, un toque enfurecido de varios tambores me hicieron salir disparado de la casa en la que me estaba quedando, atravesar un bosque iluminado con la luz de la pantalla del celular, para llegar a una calle en donde la Escuela de Danzas Tradicionales Batata estaba ensayando. Seis hombres y seis mujeres bailaban mapalé al ritmo de los tambores. Sus cuerpos chorreaban sudor. Era, repito, hipnótico, hermoso, paralizante. Era el poder del tambor en toda su dimensión.

Y en cada costado del pueblo se repetía la escena que viví con Franklin y Farid, quienes se despidieron cantando ese himno de Palenque. En cada casa se alistaban para el Festival de Tambores y Expresiones Culturales que le rendía honor a ‘Sikito’, un anciano reconocido por su conocimiento de la medicina tradicional.

III

El calor en Palenque es cosa seria, llega a los 38 grados centígrados. Es que el calor, me dijo Adolfo Reyes, uno de los habitantes del pueblo, fue una de las razones para que el Ingenio Santa Cruz, que fue la principal fuente de empleo de la zona en los años 60, no prosperara.

“La caña necesita de calor en el día y frío en la noche. Acá esas condiciones no se dan, las noches no son frescas”, comentó el hombre que de niño caminaba doce kilómetros desde el pueblo hasta el Ingenio alumbrado por la Luna. Y tiene razón. En las noches el calor en Palenque debilita, dopa. Eso a la larga es una ventaja. En el pueblo se duerme de tiro largo.

En San Basilio, además, no hay una sola calle que esté pavimentada. Ni La Boquita, ni La Almendra, ni Calle Nueva, ni Chopacho, que es la calle de los tamboreros. Ninguna. Y el acueducto casi ni funciona. Y cuando funciona, dos horas de un par de días a la semana, lo que sale por la llave es minúsculo, un goteo de agua lánguido. E ir al baño para muchos de los habitantes del pueblo significa un viaje hasta el bosque para hacer las necesidades fisiológicas. Otros disponen de letrinas. En ese sentido el pueblo pareciera suspendido en un siglo lejano.

Encontrar empleo, de otro lado, es cosa seria. Por eso el pueblo vive en su mayoría de la agricultura y la ganadería. Las mujeres son las encargadas de vender los productos, además de los dulces que preparan para ser comercializados en las calles de Cartagena.

En el pueblo, además, hay 917 estudiantes inscritos en el único colegio de Palenque: la Institución Educativa Técnica Agropecuaria Benkos, que tiene tres sedes. Los muchachos cuentan sólo con 19 computadores y una biblioteca. “Y los recursos sólo nos alcanzan para darles merienda a 500 de los 917 estudiantes”, me dijo Basilia Pérez Márquez, secretaria del colegio.

El centro de salud se ufana de ser uno de los más equipados de la zona. Sin embargo, el día en que me rasgué un párpado con un alambre de púas, no había una sola vacuna antitetánica. Tampoco tiene una ambulancia para trasladar heridos de gravedad hasta Cartagena.

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Pero aunque sorprenda, a excepción del empleo, la educación y la pavimentación de la vía que conduce hasta el pueblo, el resto de ‘problemas’ son minucia para una gran mayoría de los habitantes de San Basilio. Que una calle esté pavimentada o no poco les importa. Caminan, muchos, sin zapatos y sobre piedras ardientes y filudas y ni se inmutan. Así lo han hecho durante años.

Un alcantarillado, me explicó Farid, el cantante de Oriki Tabalá, tampoco es necesario. Es que, con un alcantarillado nuevo, los desechos irían a parar al arroyo que está a unos cuatro minutos del pueblo, contaminándolo. Y el arroyo, como el tambor, es vital para la vida de San Basilio. Del agua del arroyo viven. Y es, además, el lugar en donde va y viene la información del pueblo, que es transmitida de boca en boca por las matronas que todos los días llegan a lavar la ropa. El arroyo es como el periódico de San Basilio. Allí se informa del cumpleaños que se viene, de la más reciente pelea, del próximo hombre en irse de la zona.

“En materia de desarrollo, lo que más anhelamos es que se logre pavimentar la vía que conduce desde la Troncal de Occidente al pueblo. Y que se generen fuentes de empleo, microempresas de dulces, para que las mujeres no tengan que ir hasta Cartagena a vender los productos en la calle”, me dijo Danilo Reyes, guía turístico de San Basilio.

Es que quizá ese primitivismo en el que se vive ha sido la muralla que han puesto los moradores de este paraje contra las influencias culturales que llegan del interior del país. Así, de espaldas al desarrollo, han preservado su cultura africana, han seguido fieles a sus ritmos musicales como el bullerengue, como el son palenquero, como la champeta o el lumbalú, que es el baile del muerto. Fieles a su medicina tradicional basada en las plantas del bosque, a su organización social en donde la familia, los kuagros y las juntas son los ejes primordiales, y fieles a los tambores, esos instrumentos que en San Basilio de Palenque jamás pararan de bramar.

IV

Al ver a Palenque de entrada, primitivo, un desprevenido supondría entonces que el hecho de que la Unesco lo haya declarado el 25 de noviembre de 2005 como ‘Obra maestra del patrimonio oral e inmaterial de la humanidad’, no ha servido para nada. El pueblo sigue intacto, sin la mano visible del Estado, atrasado en infraestructura, en educación.

Pero tamaño reconocimiento de la Unesco está salvando la cultura de este pueblo. Y eso, quizá, es más trascendente que pavimentar una calle, que instalar unas líneas telefónicas. ‘Lucho Colombia’, un pintoresco personaje que se recorre todo el país viviendo cada certamen cultural que se programe, me dijo que Palenque es un tesoro de la Nación. Lo es en el sentido de que para vivir la cultura africana, para olerla, oírla, comerla, sentirla, sólo hay que ir a San Basilio.

“Tenemos que cuidar este pueblo para que nuestros hijos no tengan que investigar esta cultura negra en libros o museos sino aquí, en vivo y en directo, sintiéndola en la sangre, compartiendo la vida con los palenqueros”, comentó. Y aseguró: “Para eso, para salvaguardar la cultura de este pueblo, es para lo que ha servido el reconocimiento de la Unesco”.

Danilo Reyes, el guía turístico, opina lo mismo. Cree que el reconocimiento de la Unesco ha servido, por ejemplo, para que la lengua palenquera, ese idioma con el que se comunicaban en épocas de la conquista para despistar al enemigo, haya vuelto a surgir, a hablarse en la calle.

Otro punto importante, añadió Danilo, es que con la declaratoria de la Unesco, los habitantes de San Basilio se preocuparon por comprender su historia y su cultura. Aprendieron a tener sentido de pertenencia por el pueblo. Ese detalle lo comprobé en la calle, preguntando. Los palenqueros conocen su historia, admiran a Benkos, saben que son el primer pueblo libre de América fundado en 1603. La idea de seguir siendo un reducto africano en Colombia la tienen presente.

“Eso también se debe al proceso etnoeducativo que se ha impartido en el pueblo. No sólo le enseñamos nuestra historia a los niños en los colegios, sino a toda la comunidad, asesorados por los ancianos, que son los que conocen el pasado de esta tierra”, me dijo Jesús Natividad Pérez, director del XXIV Festival de Tambores y Expresiones Culturales.

Pero hay que dejar claro, sí, que no sólo de cultura vive el hombre. A los gobernantes del Departamento de Bolívar, con o sin el reconocimiento de la Unesco, hay que preguntarles por la educación, por la salud, por el empleo en el pueblo. Hay que preguntarles por qué tienen olvidado a San Basilio.

Sus habitantes necesitan, como todos, de calidad de vida, de agua potable, de un baño tranquilo, de un ventilador encendido, de un trabajo digno...

V

Hubo un tiempo, en los años 50, que en San Basilio de Palenque los ancianos prohibieron el toque del tambor. Era una medida desesperada porque en esos años los tamboreros se mataban entre sí por envidia. Si un tamborero era superior a otro, le daban una pócima preparada con baba de sapo para matarlo y obtener su trono.

“Por eso era hasta pecado tocar tambor en esos años. El instrumento sólo se tocaba en eventos especiales como el lumbalú. La tradición resurgió en los años 80, cuando Sebastián Salgado, fundador del grupo Oriki Tabalá, les empezó a enseñar a tocar tambor a los niños a escondidas de los ancianos”, me dijo Farid Torres, el cantante de Oriki.

Y sí, el golpe del tambor resurgió. Gracias al llamado del instrumento se presentaron en este XXIV Festival de Tambores y Expresiones Culturales más de 50 grupos musicales de todo el país. Gracias al tambor llegaron unas 700 personas del interior y el extranjero que colapsaron el pueblo. Incluso, algunos de los visitantes se quedaron sin dónde dormir porque las casas de Palenque ya estaban alquiladas para el festival.

Gracias al tambor periodistas de toda Colombia atravesaron el país para llegar al pueblo y vivirlo para después contarlo.

Y ahí, en el barullo del Festival, en medio de los hombres y las mujeres que salieron a pintar las fachadas de sus casas con dibujos de tambores, en la plaza en donde poco se podía caminar por el gentío, en el grito de las vendedoras de dulces, en el estampido de los tamboreros, en el hervidero de música, en las fiestas que se armaron en las casas cuando llovió, dimensioné la frase más concluyente que sobre el tambor escuché en Palenque: “Aquí el tambor es poder”.

Esa sentencia había salido de la boca del maestro Rafael Cassiani, mientras descansaba en su casa bajo un kiosco de paja. Sí, maestro. El tambor en San Basilio de Palenque es poder, es sagrado. También negocio. También turismo. Si no fuera por el tambor, San Basilio de Palenque sería un pueblo más del país. Si no fuera por el tambor, la vida acá no tendría sentido, la Unesco ni siquiera hubiera llegado. Si no fuera por el bendito tambor, rey de Palenque, no sabríamos que existe este pueblo negro, nadie llegaría a este enclave africano en Colombia. Nadie. Bom, bom, bom, bom…

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