Durante las últimas semanas y a raíz de varios pronunciamientos de las organizaciones indígenas y de un Foro de Derecho Internacional Humanitario organizado por la ONG “Vivamos Humanos”, se ha vuelto a abordar el tema de la reparación para los pueblos indígenas de la Sierra en el contexto de la desmovilización de los hombres comandados por “Jorge 40” y  “Hernán Giraldo”.

 

El grupo paramilitar comandado por Hernán Giraldo nació a comienzos de la década de los 80, bajo el nombre autodefensas del mamey, como una alternativa de seguridad frente a las múltiples presiones de la guerrilla de las FARC, lo cual abonó el terreno para lograr la simpatía de algunos sectores sociales y políticos. Sin embargo, es necesario tener en cuenta que la otra cara de sus acciones estuvo enmarcada por la protección de los cultivos de marihuana y posteriormente, de coca.

 

Contexto histórico

 

En 1997, las AUC entraron a la región con los objetivos de exterminar a la guerrilla y monopolizar los negocios del narcotráfico, el contrabando y  la seguridad de los industriales y ganaderos de la región. En ese momento, este nuevo actor confluyó con las pequeñas estructuras paramilitares que desde los años ochenta se habían establecido en la zona con el apoyo de los ganaderos, agricultores y empresarios, entre los cuales se encontraba el grupo comandado por Hernán Giraldo. Ante ese panorama, las AUC en su afán por consolidarse y tener el dominio absoluto de la Sierra, procedió a negociar la cooperación de los pequeños poderes paraestatales en función de esa nueva organización que  operaría en la zona a través del Bloque Norte de las AUC comandado inicialmente, por Salvatore Mancuso y posteriormente por “Jorge 40”. Dos de los grupos paramilitares de antaño decidieron negociar con las AUC y finalmente, llegaron a acuerdos que concluyeron con la consolidación de este último grupo.

 

En el caso de Hernán Giraldo, el asunto fue un poco más complicado, pues los desacuerdos entre las organizaciones se hicieron evidentes y la única alternativa para someter a los pararamilitares del mamey fue una ofensiva iniciada en el año 2001, motivada por el asesinato de dos agentes de la DEA. Esta estrategia debilitó los apoyos sociales y económicos del grupo de Giraldo, al tiempo que debilitó su liderazgo. Esta ofensiva concluyó a mediados del año siguiente, cuando los paramilitares del mamey tuvieron que aceptar las condiciones fijadas por los hombres de Castaño, las cuales se concretaron en un manejo compartido del negocio del narcotráfico y en el debilitamiento notable de poder militar para el grupo de Giraldo.

 

De esa manera, se produjo la consolidación del Bloque Norte como una estructura paraestatal que además de dominar a los grupos que habían detentado el control de la zona, se presentó como un gran poder que contaba con el apoyo de amplios sectores sociales y políticos de la Costa. Ese proceso de fortalecimiento estuvo determinado por el poder económico derivado del narcotráfico, el contrabando, las extorsiones y la apropiación de tierras, que junto con el incremento del poder militar incidió de manera definitiva en el establecimiento de un orden político y social que terminó coexistiendo con un aparato estatal debilitado.

 

La consolidación de las AUC también estuvo marcada por el éxito militar en tanto grupo contrainsurgente, ya que lograron bloquear y controlar los corredores utilizados por las guerrillas de las FARC y el ELN para movilizarse entre la Sierra Nevada de Santa Marta y el nudo del Paramillo. Además de ello, lograron controlar las zonas planas, creando un cordón paramilitar que obligó a los insurgentes a concentrarse en lo alto de la Sierra Nevada, menguando  así el poder insurgente que había reinado durante más de  veinte años en la zona. Este “éxito” de las autodefensas estuvo determinado, obviamente, por los ataques directos contra la población civil sospechosa de ayudar al advesario, lo cual desencadenó un proceso de victimización creciente, que se materializó en la implantación de un orden social basado en la violencia.

 

Al respecto, el programa presidencial para los Derechos Humanos ha planteado las siguientes hipótesis para describir el proceso de violencia en contra de la población civil, a partir de la ingerencia de las AUC: “1.Los grupos de autodefensas utilizaron los homicidios como una manera de compensar su inferioridad militar ante la insurgencia y de minar los supuestos apoyos de su adversario; 2. Una vez equilibrada la relación de fuerzas entre los dos grupos armados irregulares, las autodefensas implementan la violencia como una manera de crear lealtades y producir una ventaja; y 3. Una vez comprometido el dominio y el control por parte de la insurgencia en algunas zonas, ésta implementa la violencia contra los civiles como una manera de castigar  el cambio de lealtades y de compensar las desventajas en el plano militar”[i].

 

Estas hipótesis estarían planteando, entonces la permanente utilización de la población civil y de sus bienes como blancos de ataque en el desarrollo de la estrategia contrainsurgente de las autodefensas, lo cual obliga a pensar no sólo en los mecanismos para controlar los ámbitos sociales y políticos, sino también en las estrategias de financiación para la mantener la confrontación.  Dentro del grupo de víctimas de esa larga carrera contrainsurgente, se encuentran los pueblos indígenas Kogui, Arhuaco, Wiwa y Kankuamo, guardianes de la Sierra Nevada, los cuales, a pesar de la permanente reivindicación de sus derechos como pueblos autónomos basados en la cultura y las tradiciones propias han sido víctimas de diversos actos de violencia, al ser considerados parte de uno u otro bando.

 

Uno de los factores que incidió en el aumento de los niveles de vulnerabilidad de estos pueblos fue el hecho de que el repliegue insurgente se produjo hacia los territorios indígenas, hecho que los catalogo como presuntos auxiliadores de la guerrilla, justificación suficiente para convertirse en víctimas de homicidios, desapariciones, desplazamientos forzados, amenazas y detenciones arbitrarias, así como de un bloqueo que involucro el control de alimentos y medicinas y la restricción de la libre movilización de los indígenas en su propio territorio. 

 

La estrategia militar condujo también a la apropiación, dominio y destrucción de sitios sagrados y de territorios indígenas, lo cual muestra que la “reforma agraria” impulsada por los paramilitares no se limitó a las grandes parcelas de tierra, pertenecientes a quienes en algún momento estuvieron protegidos por las AUC. Se trató entonces, de una forma generalizada de financiación del paramilitarismo, que afectó tanto a los grandes empresarios y hacendados, como a los pequeños campesinos y agricultores. En ese entendido, el tema de la devolución de las tierras es un de los ejes centrales de la reparación de las víctimas en el actual proceso de desmovilización.

 

¿Y de las víctimas qué?

 

Para el caso de los pueblo indígenas, concebidos como sujetos colectivos de derecho, es importante tener en cuenta que las prerrogativas que les han sido reconocidos a nivel nacional e internacional han superado la teoría occidental de los derechos individuales para darles una connotación mucho más amplia que involucra los derechos económicos, sociales y culturales soportados en la concepciones culturales propias de cada uno de los pueblos.

 

Para el caso del derecho a la tierra, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, basada en el Convenio 169 de la OIT ha reiterado que “la estrecha relación que los indígenas mantienen con la tierra debe ser reconocida y comprendida como la base fundamental de su cultura, vida espiritual, integridad, supervivencia económica y su preservación y transmisión a las generaciones futuras”  y por ello  “los Estados deben tener en cuenta que los derechos territoriales  indígenas abarcan un concepto más amplio y diferente que está relacionado con el derecho colectivo a la supervivencia como pueblo organizado, con el control de su hábitat como una condición necesaria para la reproducción  de su cultura, para su propio desarrollo y para llevar a cabo sus planes de vida. La propiedad sobre la tierra garantiza que los miembros de las comunidades indígenas conserven su patrimonio cultural”[ii].

 

En el caso colombiano las agresiones en contra de los pueblos indígenas de la Sierra Nevada de Santa Marta han apuntado hacia la destrucción total de los pueblos como culturas ancestrales, atacando de manera directa los pilares sobre los que se estructuran como colectivo, esto es la tierra y las autoridades tradicionales. Esto llevaría a pensar en los pueblos indígenas como actores sociales, que si bien no lograron ser destruidos, si resultaron afectados de manera notable en el ejercicio de su autonomía y de sus derechos en el propio territorio tradicional.

 

En ese sentido, la reparación de los pueblos indígenas debe tener en cuenta las particularidades culturales de estas poblaciones y plantear la restitución de tierras desde la lógica del régimen especial de tierras, como un primer paso hacia el restablecimiento de sus derechos especiales, como sujetos colectivos, lo cual supone no solo la devolución de las tierras, sino también la creación de condiciones que permitan a los pueblos disfrutar de su derecho al territorio, el cual comprende el medio ambiente y los recursos naturales a través de los cuales es posible mantener una relación de equilibrio y armonía con la tierra.

 

En esa misma línea, el pasado 14 de marzo el pueblo Arhuaco envió una carta abierta al Alto Comisionado para la paz y al jefe de la misión de apoyo al proceso de paz de la Organización de Estados Americanos, en la que plantearon la importancia de “realizar un proceso que aborde la reparación desde una perspectiva colectiva, donde sea el pueblo arhuaco en su conjunto, el que sea reparado  por los daños y perjuicios que ha recibido”.  

 

De esa manera, el reto de Colombia como Estado Social de Derecho frente al proceso de desmonte de las estructuras paramilitares,  radica en el restablecimiento del tejido social y de los derechos de los actores sociales colectivos afectados, a partir de sus propias lógicas culturales como una forma de materializar y reivindicar los principios de la pluralidad y la diversidad. Esto propone la construcción de un proceso de verdad, justicia y reparación desde las víctimas, como un aspecto fundamental y necesario para sanar las heridas de los pueblos indígenas.



[i] Observatorio del Programa Presidencial de Derechos Humanos. “Dinámica Reciente de la confrontación armada en la Sierra Nevada de Santa Marta”. Bogotá, 2006. p.42

[ii] Corte Interamericana de Derechos Humanos. Caso de la Comunidad Indígena de Yakye Axa, Paraguay. Sentencia del 17 de junio de 2005.

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