La cuestión de la etnicidad y el ejercicio de la ciudadanía en los Estados-nación se sitúa hoy como uno de los ejes esenciales de investigación en el mundo, dado el resurgimiento de importantes movimientos étnicos que originaron grandes conflictos bélicos en las últimas décadas.

 

Requejo (2001) sintetiza bien esta problemática al señalar cómo por efectos de la globalización económica, política y tecnológica, y la emergencia en su interior de una serie de movimientos colectivos de carácter cultural, los Estados liberales democráticos afrontan hoy problemas prácticos y teóricos para regular la ciudadanía por el aumento en la complejidad de los conceptos relacionados con ella. A nivel práctico hay gran diversidad de criterios para conseguir los objetivos de desarrollo, de ámbitos de aplicación de políticas públicas, pluralidad de ambientes y de actores políticos y sociales con distintas percepciones sobre dichas políticas. A nivel teórico, se comprenden mejor los límites de la tradición política liberal y se empieza a entender la interculturalidad como un valor político y social a proteger, situando sus valores universales más allá de los sesgos culturales de los últimos siglos. Dichos valores han sido cuestionados por movimientos culturales de inmigrantes e indígenas, que colocan en la agenda temas no reducidos al lenguaje de los derechos individuales o las nociones de libertad, igualdad y pluralismo conocidas por el liberalismo tradicional, y evidencian un carácter no neutral cultural del Estado, que en nombre de la universalidad de la igualdad de ciudadanía, la soberanía popular y el principio de no discriminación ha favorecido el desarrollo de los grupos culturalmente hegemónicos y marginado a las minorías internas.

 

Se presentan así, según Requejo, básicamente dos maneras diferentes de entender la ciudadanía democrática. Una se basa en derechos individuales de tipo universal, en una idea de igualdad de ciudadanía no discriminadora que elimine las diferencias en la esfera pública, y una serie de mecanismos que regulan las instituciones en los procesos de toma de decisiones; esta visión desconfía de los derechos colectivos, que ve como riesgos autoritarios para los individuos. La otra posición combina estos elementos con la protección y desarrollo, en la esfera pública, de determinadas características o diferencias culturales de los grupos que conviven en una misma democracia; sitúa el reconocimiento práctico y constitucional de derechos y valores colectivos culturales al lado de los derechos individuales, ya que la mayoría de éstos implican dimensiones colectivas y la regulación práctica de los derechos individuales introduce sesgos discriminadores contra las minorías culturales de un Estado. Por tanto, para que puedan realizarse con plena eficacia los valores de libertad, igualdad y dignidad individual se requiere de la acomodación del pluralismo nacional interno, es decir, incluir las distintas identidades colectivas de tipo nacional que conforman la individualidad de los ciudadanos de un Estado.

 

De ahí que en el periodo contemporáneo los conceptos de ciudadanía, nacionalidad e igualdad coexistan con diversas connotaciones semánticas,[2] y el derecho a la diferencia se combine con la reivindicación del derecho a la igualdad. Que no sean excluyentes la condición de ser miembro de una comunidad diferenciada y de una etnia, con la de ciudadano de un país multicultural, porque de algún modo todos son parte y participantes de la gran sociedad.[3]

 

Después de Brasil y México, Colombia es el tercer país de América con mayor diversidad de etnias y culturas. Son 90 grupos étnicos o pueblos ubicados en todas las regiones del país y en 32 departamentos, cuya población calculada en unas ochocientas mil personas representa 2% de la población colombiana.[4] Dicha diversidad cultural se traduce no sólo en diversidad de lenguas y costumbres, sino también en distintas formas de contacto y relación con la sociedad mestiza o mayoritaria y, por lo tanto, diferentes niveles de aculturación y mestizaje, diferentes formas de organización y diferentes reivindicaciones, aunque en general comparten los mismos principios de defensa de la tierra, la autonomía, la cultura, la unidad, y más recientemente la biodiversidad. Sus procesos de organización y lucha, aunque datan de la época de la conquista, tomaron mayor fuerza en los últimos cuarenta años, durante los cuales mediante acciones de hecho (tomas de tierra) y de derecho (reconocimiento y aplicación de derechos) han logrado consolidar organizaciones e instituciones de diverso tipo, con fines reivindicativos, de autogestión y de gobierno.

 

Hasta el año 1991, los indígenas habían sido prácticamente invisibles para el resto en la sociedad colombiana y su relación con el Estado se determinaba por el Fuero Especial Indígena, o ley 89 de 1890, que les daba la categoría de “salvajes reducidos a la vida civil”. Hasta entonces, el Estado colombiano se definía como una república unitaria, monocultural o culturalmente homogénea.

 

Con la Constitución Política de 1991, promulgada por una Asamblea Nacional Constituyente y en la cual los indígenas tuvieron un destacado papel, se inauguró la república multicultural al reconocer y proteger la diversidad étnica y cultural de la nación, al dar a los indígenas colombianos una especial carta de ciudadanía, que los reconoce no sólo como sujetos individuales sino también colectivos de derechos;[5] e introducir algunos elementos de discriminación positiva reflejados en una serie de derechos especiales que garantizan su existencia e integridad como cultura diferente a la del resto de los colombianos.  Se crearon así las bases para la participación activa de los indígenas en la vida política e institucional del país, a partir del establecimiento de unos principios fundamentales, y unos derechos políticos y sociales relacionados con la autonomía, la cultura, el territorio, la jurisdicción y funciones de las autoridades y entes territoriales indígenas: se reconoce y protege la igualdad y dignidad de todas las culturas como fundamento de la identidad nacional; se asegura la presencia indígena en el Congreso de la República mediante la circunscripción especial; se reconocen las diferentes lenguas como lenguas oficiales en sus territorios; la educación bilingüe para los grupos étnicos y la doble nacionalidad para los indígenas de zonas de frontera. Pero, además, la Constitución del 91 introdujo mecanismos de participación e instrumentos de defensa de los derechos ciudadanos, que han sido fundamentales en las luchas de reconocimiento y restablecimiento de derechos de los pueblos indígenas durante la última década.

 

Hoy casi todas las etnias indígenas del país han tenido o sufrido niveles importantes de contacto y relación con la sociedad dominante, y los criterios mismos de definición de la etnicidad se han transformado para dar cabida a las múltiples identidades que se van construyendo; de manera que no sólo funcionan los criterios de clasificación étnica construidos desde afuera sino también las propias definiciones que se dan los miembros de una comunidad para identificarse como diferentes. Así, aunque la mayor parte de indígenas colombianos mantiene sus identidades culturales que los diferencian de la población mestiza ¾lenguas, costumbres, tradiciones, formas propias de gobierno y justicia¾, también han asumido la identidad colombiana que los hace sujetos de los derechos comunes de todos los “ciudadanos”. 

 

“En las comunidades indígenas hay una simbiosis donde confluye una cierta concepción de comunalismo primitivo, con una de participación derivada de las prácticas ligadas al modelo de hombre nuevo, y una herencia institucional colonial expresada en el cabildo. Hasta las comunidades más alejadas han sido influenciadas por la iglesia y la institucionalidad occidental en diferentes épocas, por lo cual han retomado o adecuado de éstas distintas formas de participación, que han considerado apropiadas a su desarrollo. No tienen una definición clara en torno a cuál es su sistema político, pues no se definen como democracias, o autocracias, etc., y aunque algunos hablan ya de sistemas consensuales, este asunto todavía no es claro. Se trata de un proceso de construcción de un modelo de comunidad de sujetos colectivos, donde los individuos son en tanto sujetos de una comunidad, que confronta y a la vez aprovecha el modelo de democracia ciudadana”.[6] 

 

Para Barth[7], un grupo étnico es una población que se auto perpetúa biológicamente y comparte formas y valores culturales que integran un campo de comunicación e interacción, pero, sobre todo, que cuenta con unos miembros que se identifican así mismos y son identificados por otros como constituyentes de una categoría, distinguible de otras categorías del mismo orden. Dicho concepto reconoce o incorpora un carácter subjetivo de la etnicidad, que torna ambiguas las mismas fronteras de definición de los grupos étnicos. Según Ramírez,[8] en el contexto de los estados modernos la etnicidad puede asumirse como una posición política e instrumento de demanda de derechos como ciudadano, es decir como una política de la cultura, pues “en la práctica el ser ciudadano no entra en contradicción con su especificidad étnica, la cual le da derechos especiales en el contexto nacional y global.

 

Sin embargo, el concepto de ciudadanía nacional que surge en el contexto de los estados-nación supone congruencia entre el territorio sobre el cual ejerce soberanía un Estado y el sentimiento de pertenencia a una nación, fuente de derechos y deberes de los individuos, así como de su identidad colectiva. Este concepto de ciudadanía universal, no incluye en su definición las diferencias identitarias. Soysal (1996:19) resuelve esta disyuntiva, cuando arguye que en el proceso de construcción de nación, una variedad de culturas e identidades han sido incorporadas al dominio social e institucional de la ciudadanía ... Podemos concluir entonces, que la demanda por derechos ciudadanos conlleva una política de la identidad que se nutre de diferencias culturales y de historias colectivas. ”

 

No obstante, en Colombia este marco de derechos “ciudadanos” formales dista mucho de ser una realidad para los pueblos y comunidades indígenas. A la vieja violencia estructural padecida por siglos, que ha causado la desaparición o asimilación de muchos de ellos al modelo de desarrollo nacional, con impactos tan nocivos como la violencia intrafamiliar, el mal de bahamia, el desarraigo, el suicidio, la corrupción, la prostitución de las mujeres, la pérdida del sentido de vida e identidad en no pocas comunidades, se suman ahora los impactos de la guerra y la política de exterminio implementada por los actores armados legales e ilegales, al amparo de un Estado que peca por acción o por omisión.

 

Y aquí quiero enfatizar que el conflicto para la etnias en Colombia no se inicia con el recrudecimiento de esta guerra; obedece a causas estructurales de marginación, exclusión y discriminación que hunden sus raíces en los procesos de colonización, “independencia” y finalmente de construcción de la república como un Estado monocultural que no interpretó sino hasta 1991 el concepto de diversidad étnica. Concepto cuyo significado, para la conformación de una democracia multi e intercultural y un modelo de desarrollo incluyente de las diferencias, se desconoce todavía.

 

En consecuencia, aunque con el conflicto se recrudece la violación de sus derechos, el desconocimiento y la violencia contra los pueblos indígenas han sido y continúan siendo un problema estructural que ha contribuido a su merma física y cultural. Esto lo ha dejado bien claro la política de resistencia indígena, al no limitarse a exigir de los actores armados el respeto a sus proyectos de vida y autonomía, y demandar del Estado la concertación e implementación de políticas públicas coherentes con los principios de diversidad étnica y cultural, que desarrollen sus derechos de pervivencia e integridad, de autonomía de gobierno, de territorio, desarrollo propio, administración de justicia y de recursos.

 

De esta violencia dan cuenta las cifras. Aunque parciales todavía, por aquello del subregistro, los consolidados de las violaciones contra el derecho a la vida y a la integridad personal del Observatorio Étnico de la Violencia de la Fundación Hemera[9] son alarmantes: 519 homicidios contra personas indígenas en los últimos cinco años ¾mediante la modalidad de asesinatos selectivos de líderes y guías espirituales o masacres¾; 6,661 amenazados, 45 desaparecidos. Todo esto, con el agravante de que la mayoría de estos delitos contra la vida han sido cometidos por las mal llamadas Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), las FARC, el ELN en menor proporción, y agentes del Estado, en medio de la mayor impunidad.

 

Otro tipo de atropellos, más significativos para los pueblos indígenas porque afectan sus derechos colectivos, tales como las violaciones a la autonomía territorial y de gobierno por las incursiones armadas, la constricción de sus actos sociales, rituales y de la vida comunitaria; o las infracciones al DIH, como el uso de material de guerra prohibido en sus territorios, el control de alimentos y medicinas, la contaminación de fuentes de agua, el reclutamiento forzado, la destrucción de lugares sagrados, los cercos y bloqueos en sus territorios, presentan un subregistro mayor, por lo que no hablaremos de cifras. Pero todas estas formas de violencia tienen como impacto el desajuste estructural de las comunidades, la ruptura de sus lazos de convivencia y de relación con el territorio, con la naturaleza y los antepasados, vulnera su cultura y ocasiona la pérdida de la endeble seguridad alimentaria; mengua su autonomía política y administrativa, y debilita sus formas tradicionales de autoridad y gobierno, su institucionalidad, usurpada por los actores armados; lleva a la pérdida de control de sus territorios y obstruye la realización de sus planes de vida; rompe el universo simbólico indígena y acaba con su armonía interna. En otras palabras, socava los mismos principios de identidad indígena construidos durante décadas de luchas: la cultura, la tierra, la unidad y la autonomía. 

 

Cuatro hechos caracterizan esta espiral de violencia contra los indígenas: 1) la expropiación de sus territorios; 2) el exterminio de sus pueblos y culturas como expresión de la pugna entre derecho propio, Estado y poder; 3) la acción constrictora y genocida de actores armados ilegales, como soporte para la implementación de megaproyectos, la producción de cultivos ilícitos, o el establecimiento de corredores geoestratégicos; 4) la imposición del modelo de desarrollo nacional y la ausencia de un política de inclusión intercultural del Estado, que supere la precariedad e incoherencia de sus programas (Osorio, 2002). En virtud de ello, hasta donde se sabe, los pueblos indígenas de 31 de las 90 etnias existentes se han convertido en uno de los blancos preferentes de los actores armados a todo lo largo y ancho del país. Así, el escalonamiento y degradación del conflicto armado, la falta de una política de protección y desarrollo de los pueblos indígenas, y políticas sectoriales erráticas como la erradicación de cultivos ilícitos con glifosato han colocado a los indígenas en una situación de emergencia social, cultural, territorial y económica, que desdice de todo el marco de derechos reconocido por las leyes. 

 

Se aprecia entonces una gran contradicción: mientras los indígenas acceden a múltiples derechos y a una ciudadanía si se quiere “multiétnica”, que les otorga autonomía y territorios, son al mismo tiempo objeto de una campaña de sometimiento paraestatal, particular y estatal, que parece fundamentar y complementar la tesis de una “intervención” estatal “de baja intensidad o política de gobierno indirecto”, que combina medidas de integración institucional con ¾digo yo¾ medidas “persuasivas” de fuerza (ya sea en forma directa o indirecta). Según Gros,[10] las demandas de las comunidades indígenas no se pueden entender por fuera de la voluntad del Estado y su proceso modernizador, de descentralización político administrativa y organización en forma de democracia participativa, destinadas a mejorar la eficacia operativa y la legitimidad del aparato público.

 

En este escenario el reconocimiento de derechos de los grupos étnicos, inclusive la autonomía, puede aparecer como una estrategia para entrar, controlar y finalmente modernizar las comunidades. Bajo estas formas y con el discurso del respeto a la cultura, a los modos de organización colectiva, etc., nunca el Estado estuvo tan presente en los asuntos internos de las comunidades como lo está ahora. Dicha intervención se manifiesta en: a) la conformación de una identidad indígena genérica, panétnica, que responde a la necesidad de buscar un interlocutor, de legislar y actuar como si fuera una gran comunidad indígena a nivel nacional; haciendo de ellos una categoría del derecho positivo, un grupo sometido a una misma ley y a una misma política; b) la conformación de un nivel intermedio de identidades étnicas pan-comunitarias, contribuyendo a la identificación y creación de grupos étnicos culturalmente diferenciados que reagrupan a varias comunidades locales; c) la intervención en la comunidad local asignándole unos recursos específicos y reconociéndole ciertas formas de autonomía para hacer de ella una base para un nuevo actuar. -Y, digo yo, la persuasión por medio de la coacción y la violencia, que si no promueve por lo menos permite el Estado.

Según Gros, la eficacia relativa de tales políticas

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