La Constitución del 91 arribó este mes de julio a su mayoría de edad, lo que no significa que se haya desarrollado de acuerdo al querer de sus progenitores y, mucho menos, que haya logrado materializar esos propósitos que estuvieron presentes en su origen: la consolidación del Estado Social de Derecho y el logro de la paz y la convivencia para los colombianos.

Tampoco podemos decir que se ha hecho obsoleta, pues en lo fundamental es una constitución garantista y su marco político y filosófico, y los instrumentos que contiene, han sido garantía para el ejercicio de los derechos ciudadanos. Esto, muy a pesar de las 28 reformas a las que ha sido sometida durante estos dieciocho años, muchas de las cuales han tenido como objeto mantener los privilegios de una clase política corrupta, que se niega a desprenderse de las gabelas que les otorga la manutención del poder. Pero también, la pervivencia de los factores de violencia que quiso erradicar, y que hoy siguen siendo tan nocivos para la consolidación de nuestra democracia: la violencia paramilitar y guerrillera, el narcotráfico, la delincuencia común, y la precaria consolidación de nuestras fuerzas armadas, que aun tienen en su seno elementos que se acercan más a las prácticas delincuenciales, que al manejo de la seguridad como un bien público.

La Constitución del 91 posicionó a Colombia como uno de los países pioneros en la política del reconocimiento. Su texto dejó plasmado, con claridad, la vocación de una nación que se reconoce así misma como multiétnica y pluricultural. Con este precepto, se incluyeron más de una veintena de artículos que le daban un fuero especial a las poblaciones indígenas y demás grupos étnicos existentes en el país: lenguas, territorios, autonomía, recursos de transferencias, gobierno propio, educación y salud, jurisdicción especial, autonomía, en fin, todo un marco de derechos que hacían pensar en un país de avanzada que visibilizaba a sus minorías nacionales, que abogaba por un tratamiento diferencial para el desarrollo de las políticas y que incluso se aprestaría al desarrollo de acciones afirmativas para compensar en algo la eterna pesadilla de la discriminación y la exclusión. Y a fe que se lograron algunos avances, pero, paradójicamente, algunas de las reformas realizadas no han hecho otra cosa que menguar los desarrollos de la Carta y otras que debieron hacerse, jamás obtuvieron el interés de los legisladores.

Ese amplio marco de derechos, ejemplo para el mundo entero, fue quedando como letra muerta. Los congresistas indígenas y negros, muy a su pesar, se han ido convirtiendo en figuras decorativas de un parlamento que se legitima como diverso con su presencia. Los territorios indígenas y colectivos de lascomunidades negras, han ido quedando a merced de los actores armados y sus dueños, en calidad de desplazados forzados, hoy luchan por la implementación de planes de salvaguarda, o por el reconocimiento de ayudas humanitarias que les permitan mitigar su hambre y su dolor de patria.

La violencia contra los grupos étnicos ha sido particularmente descarnada. Da rabia reproducir las cifras de muertos, desaparecidos y amenazados indígenas durante estos dieciocho años. La Fundación Hemera, que durante años hizo el ejercicio de documentar los casos de violaciones de derechos humanos de las comunidades indígenas, sucumbió ante esta dolorosa labor, que cada vez se asemejaba más a un notariado de cadáveres.

Podría pensarse que es una posición tremendista, que envilece la posición del Estado, pero no es así. Tampoco podemos argüir que el gobierno no tiene ningún interés. Lo cierto es que la realidad de estos grupos poblacionales, negros e indígenas, cada vez es peor. Los intentos por construir una política pública que salvaguarde los derechos de estas poblaciones resultan insignificantes frente a la magnitud del problema. Se puede citar, como ejemplo, la lentitud del Estado para reparar a las víctimas afectadas por la masacre de 21 indígenas nasa en el Nilo, Cauca, que después de 18 años aun no han logrado su reparación definitiva, muy a pesar de una sentencia judicial y de que el Estado admitió su responsabilidad.

La Constitución del 91 es mayor de edad, pero ese marco de derechos que lograron plasmar Lorenzo Muelas y Francisco Rojas Birry, en representación de casi un centenar de pueblos y etnias, aun está por desarrollar.

 

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