Por Mario Serrato

Al referirnos al racismo debemos tener muy claro el concepto de El otro. El otro es aquel que no soy yo; visto desde mi condición cultural, fenotípica, racial  o regional. El otro mira las cosas o las valora de otro modo.

 

El otro se agrupa de manera diferente a la mía, con lo que suma o resta valores que yo no tengo, desprecio o no estoy dispuesto a ceder. El otro concibe a la familia, las relaciones de amistad, las relaciones con su entorno, el trabajo o la tierra de un modo que no presenta semejanza con mi visión de las cosas. El otro llegó por otro camino a mi entorno o, en muchas ocasiones lo topé al ingresar a su camino. En algunas variantes, el otro es dueño de una cosmogonía que no obedece o escapa a mi propia manera de imaginar el origen de las cosas.  
El racismo es un prejuicio que me enfrenta con El otro y en la mayoría de las ocasiones se apoya en cuatro patas de una sola mesa. La primera pata hace relación a que la mujer del otro es promiscua, o desarrolla sus relaciones sexuales de un modo que no encaja con los valores que tengo frente a la sexualidad. Las personas del interior del país(hombres y mujeres) creen que la mujer costeña es fácil, o no exige muchos requisitos para irse a la cama. Igual pensamiento tienen  los costeños frente a la "cachaca" de quien dicen:  se acuesta con todos, pero detrás de la puerta. 
La segunda pata consiste en asegurar que el otro es mal trabajador o flojo para el trabajo. En efecto los alemanes consideran a los españoles como los perezosos más grandes de Europa y en Colombia, los cachacos consideran a los costeños o a los negros como vagos, enemigos del esfuerzo e irresponsables. 
La tercera pata hace relación a la honestidad. El otro es ladrón, poco confiable y desleal. El otro no respeta la propiedad y es amigo de disponer del dinero público en forma indelicada o carente de escrúpulos. 
La última pata, (advierto, estoy resumiendo, sin duda son muchas más) consiste en creer que el otro huele mal o es desaseado. Su aspecto denota falta de cuidado y su higiene lo hace indeseable. 
Con estos criterios, sumados, o uno por uno, la gran hacienda algodonera norteamericana, la granja azucarera brasileña, las minas del oro del Chocó, las cárceles en los Estados Unidos o la casa de familia paisa, santandereana o bogotana, mantuvieron a sus esclavos o a su servicio doméstico durante siglos.
Tanto con negros como con indígenas tales prejuicios alcanzaron niveles de desprecio superiores: sus dioses y creencias son sucios, decía el Franciscano Alvarado mientras hacía una pira con los invaluables e irrecuperables libros de las culturas maya y azteca. Casi al final del siglo XX, grupos de jóvenes norteamericanos ingresaban a las selvas de Colombia, Brasil y Ecuador a promover la Biblia con el argumento de salvar a los indígenas de sus falsos y sucios dioses.  Con los dioses africanos se llegó al extremo de enfocar la insidiosa inquisición a la labor del exterminio, y aun hoy a Yemayá y Babalú, con el ritual de la santería, se les considera magia negra. 
El racismo toca la frontera del subdesarrollo, ¿Para que apoyar y darle soluciones a los problemas de alguien que por naturaleza es sucio, su mujer es promiscua, no trabaja y además es ladrón? 
Los nazis consideraban que las mujeres judías ejercían sobre ellos alguna forma de atracción indescifrable y perniciosa, lo cual era sin duda alguna nocivo, debido a que provenía de un subhumano, según su doctrina miserable.  
El racismo se mantiene, aunque sus argumentos hayan sido rebatidos y sus protagonistas sean cada vez menos escuchados, sin embargo, mientras era congresista por allá en 1988, Richard Cheney, quien rato después fue dos veces vicepresidente de los Estado Unidos, se opuso con vehemencia a que los chicos negros y los chicos blancos compartieran aulas en las escuelas públicas. Seguramente entraba con tapabocas a las reuniones en la casa blanca cuando encontraba en ellas a Condolezza Rice. 
La lucha contra el racismo en Colombia cuenta con valiosos instrumentos, pero la tarea principal consiste en erradicar de la cabeza del racista el prejuicio que no lo deja ver y que le impide sentir satisfacción al tener cerca o al respetar a El otro.

 

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