Por: Juvenal Arrieta González*

"En una sociedad democrática no se puede aceptar que el dolor y las esperanzas de los ciudadanos sean utilizados como herramienta electoral."

Conocido el avance sobre el segundo punto de negociación en La Habana, acerca de las garantías para la participación política de la oposición, son muchas las opiniones que giran alrededor de unos diálogos de paz que han resultado polémicos. La mayoría de los actores de opinión saludan éste segundo punto de los acuerdos, y lo consideran un avance importante hacia la paz; sin embargo, otros sectores de opinión del país no sólo están en desacuerdo, sino que utilizan afirmaciones como “que en La Habana se está entregando el Estado y la democracia a los terroristas”.

Parece que al país le tocará presenciar el segundo tiempo de un partido en el cual el balón es cambiado por el fusil, y para ser más preciso, se puede relacionar con quienes han hecho del conflicto colombiano un trampolín electoral, y quienes se oponen a ello. Hace 11 años, con ocasión de la coyuntura proselitista, la política colombiana tomó una tendencia de polarización entre el sector que decía acabar la guerrilla en un año, lo cual no logró en ocho, y el sector que impulsó el fracaso del Caguán.

La historia parece repetirse con los mismos actores, la misma coyuntura y las mismas expectativas; aunque esta vez el Caguán fue cambiado por una bella isla en Centro América. Llama mucho la atención la frase de William Ospina, quien afirma en una columna de opinión:

 “Más malo que utilizar la paz para conseguir votos, es combatir la paz con ese mismo propósito”[1]

Esta afirmación, aunque corta, está cargada hoy de un fuerte mensaje político, cuando la guerra y la paz se convierten en una herramienta electoral. En primer lugar, el país tiende a polarizarse entre quienes instrumentalizan la guerra como una estrategia electoral. A éste equipo, pertenecen aquellos actores de la política colombiana que promueven la idea de que la paz se logra con una derrota militar de las guerrillas, enviando un mensaje claro al país de agudización del conflicto, y el aumento del desplazamiento, los asesinatos, las persecuciones, los reclutamientos, la estigmatización de la lucha social, el despojo violento de las tierras a los campesinos, afros e indígenas; y sobre todo, aplazando por años o décadas una posible paz negociada y política que garantice la reconciliación entre los colombianos. Este sector, nunca ha tenido una agenda social para el país; aparte de militarizar las carreteras, profundizar la corrupción y entregar los recursos naturales de la Nación al capital transnacional.

En definitiva, no es para sumarse a quienes dicen que en Colombia existen enemigos de la paz y amigos de la guerra. Pero si está claro que hay un sector de la política colombiana, sin necesidad de señalarlo, que sigue jugando a instrumentalizar el conflicto armado colombiano como un trampolín electoral. Dicho grupo, hará todo lo que esté a su alcance para que no resulten las cosas en La Habana y salgan mal. Por eso, un avance exitoso de dichos diálogos es el entierro de sus pretensiones por controlar el Congreso y retomar la Presidencia de la República.

En segundo lugar, la otra parte de la polarización aparece representada por quienes de manera clara tratan de instrumentalizar la paz como base electoral; éste sector, no sólo ha tratado de alcanzar la desmovilización de la guerrilla de las FARC, sino que ha tomado como bandera de gobierno la Ley de Restitución de Tierras y Reparación a Víctimas del Conflicto Armado sin mucho éxito, debido a los grandes enemigos que tiene la Ley, a la falta de una institucionalidad pertinente y a la voluntad real del Gobierno para su implementación.

Si bien es cierto que esta Ley no ha alcanzado los propósitos buscados, se puede decir en la perspectiva de entender la guerra y la política ‘a la colombiana’, aclarando que resulta pertinente recordar aquella vieja frase que dice que “la guerra no es más que el fracaso de la política”. Para el caso colombiano, la guerra si tiene que ver con la política; pues la gobernabilidad y la gobernanza se miden en Colombia por esos aspectos. Siendo así; la Ley 1448 del 2011 se convierte en un buen medidor de los intereses de quienes instrumentalizan la paz y la guerra como un fortín electoral.

Un sector promueve la Ley como bandera de buen gobierno y democratización de la sociedad colombiana, así se quede sólo en el deseo. El otro sector ha sido el enemigo número uno de dicha Ley, quizás por representar a quienes de alguna forma han jugado a la concentración de la tierra utilizando las vías normativas, o sea, la institucionalidad colonial con acciones criminales. Estas dos concepciones sobre la concentración de la tierra y la paz son las que de alguna manera hoy están ante los ojos de los colombianos, exponiéndose a ser aprobadas en las urnas.

En una sociedad democrática no se puede aceptar que el dolor y las esperanzas de los ciudadanos sean utilizados como herramienta electoral. Está claro que sólo la Sociedad Civil y los pueblos son los que tienen el compromiso de labrar acciones sobre la paz y la reconciliación del país, y eso no se logra tomando partido por quienes buscan en la guerra el poder político, o quienes enarbolan la bandera de la paz para llegar al poder. A los pueblos, sólo les queda el camino de ser protagonistas de los cambios sociales, y está claro que, si no se logran cambios estructurales en la democracia representativa que profundiza la guerra como fin electoral, y se crean otras formas de participación, no se logrará avanzar hacia un sistema democrático promotor del pluralismo político.

Si bien es cierto que la mayoría de la opinión sobre el  punto en mención, marca la pauta entre quienes la saludan y los que se oponen, llevando las opiniones al fortalecimiento de una eventual reelección del Presidente Santos; o entre quienes dicen que esto fortalece al Centro Democrático.

Para el caso de los Pueblos Indígenas, los puntos tocados en La Habana marcan una línea sensible de debates y de interés debido a que, por ejemplo, el punto dos que trata sobre la Circunscripción Electoral Especial de Paz, en contexto de alto conflicto, la mayoría de ellas tendrían que ver con los territorios y las comunidades de los Pueblos Indígenas.

Con respecto a éste punto, desde la Organización Nacional Indígena de Colombia – ONIC, se ha planteado con claridad que ningún actor político, aparte del definido o delegado por las comunidades, pueblos u organizaciones representativas, no puede, ni debe, atender el ejercicio legítimo de la representación. En otras palabras, la ONIC y sus 44 organizaciones agrupadas han repetido en reiterados escenarios, vía escrita o verbal, que la Agenda de Paz de los Pueblos Indígenas no se delega, ni a la insurgencia; ni al gobierno colombiano.

La ONIC, como Organización representativa en el orden nacional de la mayoría de las comunidades indígenas del país, tiene su propia agenda de paz, por lo tanto, nunca aceptará o permitirá que los Pueblos Indígenas sean representados por una coyuntura producto de la lucha armada. En otras palabras, los Pueblos Indígenas, por tener su propia agenda de paz, exigen que su representación deba estar en manos de sus propios voceros. Preocupa que en La Habana no se esté tomando en consideración los temas de la diversidad étnica y cultural de la Nación colombiana.

Por último, ya hemos manifestado en ocasiones anteriores, en relación a las Zonas de Reserva Campesina, que mientras no exista una política clara de delimitación de dichas reservas con los territorios comunales-étnicos; una posible definición de estos marcos territoriales acordados en La Habana puede agudizar los conflictos interétnicos, lo cual nos lleva a afirmar que podrá ser peor la cura que la enfermedad.


[1]El Espectador, Noviembre 11 de 2013.

* Secretario General ONIC

Fuente ONIC

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