Por Mario Serrato

¿Cuántos niños tienen que morir  para que dejemos de ser los homicidas impunes de nuestro propio futuro?

 

En lo corrido del 2015 han muerto 20 niños en el Chocó por enfermedad diarreica aguda y desnutrición severa. Un número similar de pequeños se dispone a morir en los próximos dos meses. Unas comisiones compuestas por funcionarios procedentes de Bogotá y pertenecientes a diferentes instituciones, viajarán a las zonas que reportaron los fallecimientos: durante 10 días presenciarán la realidad, se escandalizarán con ella, censurarán la desidia de los funcionarios responsables, criticarán a los políticos y a la clase dirigente del Chocó, se quejarán de la indolencia y de la corrupción de los funcionarios locales y, tras su retorno a Bogotá, rendirán un copioso informe que se convertirá en pocos días en basura de anaquel.

Nadie lo leerá. Ninguna entidad lo ejecutará. Algunas de sus recomendaciones serán discutidas en reuniones esporádicas y finalmente, el copioso informe irá a reposar en un estante al que no le aparece el merecido título de ARCHIVO DEL OLVIDO.

Unos meses después otros 20 niños morirán por la misma causa, pero, para fortuna de los funcionarios y del tranquilo informe que reposa en el archivo del olvido, esta vez no se ocuparán los medios del suceso y no será necesario enviar otra comisión para que se escandalice y todo lo demás que ya conocemos, y sobre todo, para que no genere otro informe que engrose las interminables filas de BASURA DE ANAQUEL de las instituciones.

Tendrá que presentarse un número superior de muertes infantiles para que otra vez los medios se ocupen del asunto y otra vez las instituciones reenvíen a los mismos funcionarios, más viejos, más ajados, más cansados pero dispuestos a las mismas actividades que ya realizaron, entre ellas a presentar otro informe con destino al archivo del olvido: más BASURA DE ANAQUEL.

Tenemos la obligación de desarrollar programas de atención en salud constantes y suficientes para  entender y atacar las causas del problema. Para nadie es un secreto que la relación fecal-oral presenta una altísima incidencia en las enfermedades diarreicas de la población infantil.

Literalmente, los niños de Riosucio y de todo el Chocó, se están comiendo su propia mierda.

El río es el inodoro. El río es la ducha. El río es el sitio de recreación y juego, pero también es el receptor de las basuras, los desechos y el mercurio de la minería.

Hace mucho rato conseguimos que el majestuoso río Atrato se convirtiera en el vector de la mortandad infantil.

Cualquier atención en salud que no contemple y modifique la realidad del río, será una faena más destinada al fracaso. Una evidencia adicional de la falta de políticas públicas integrales y una fórmula ya conocida de desatender el problema.

El mejoramiento de las condiciones sanitarias de la población infantil implica la readecuación de las condiciones de salubridad del río. Y estas solo se alcanzan cuando se desarrollen actividades continuas de intervención el toda la cuenca.

Estamos obligados a reconsiderar la manera como concebimos las fuentes de agua. Nos comportamos como si el agua nos estorbara. Como si la fuente de la vida fuera un desechable artículo para un solo día de uso.

Nos negamos a entender que somos uno con el medio ambiente y con el entorno. No admitimos nuestro vínculo indisoluble con la naturaleza. Al ensuciar el río, estamos ensuciando nuestra cama, nuestra habitación y nuestra vida.

Los niños en Riosucio, en Andagoya, en Istmina y en Quibdó, seguirán muriendo como moscas por nuestra incapacidad de entender nuestro entorno, y a sus muertes cotidianas les debemos sumar nuestros habituales y reiterados  pretextos económicos con los que evitamos abordar las soluciones de fondo.

En Riosucio se presenta una realidad de la que todos somos culpables. Una realidad que solo puede ser transformada y superada cuando nos trasformemos a nosotros mismos.

Debemos empezar por desechar los estudios estériles e inútiles, esos que llenan anaqueles de basura, para entrar ahora si a atender con continuidad presencial y rigurosa, los mensajes que envía el río y los modos en que concebimos la vida, el dinero y el poder.

¿Cuántos niños tienen que morir  para que dejemos de ser los homicidas impunes de nuestro propio futuro?

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