Se concentraron en las montañas de Tacueyó (Cauca), cercados por banderas blancas, para protegerse de los combates entre Ejército y guerrilla. Las banderas identifican su resguardo indígena, tres kilómetros más allá del último retén montado por el Ejército sobre la carretera que cruza las montañas del nororiente del Cauca.
Son los distintivos que los paeces colocaron con la esperanza de que la guerra no se les meta en este pedazo de tierra. Forman con ellas un gran círculo alrededor de El Crucero, una bifurcación de las vías que siguen para López y Santodomingo.
Allí, permanecen reunidos tras dejar sus veredas hace casi un mes, cuando llegaron los contingentes antiguerrilla y trabaron combates con los subversivos del sexto frente de las FARC EP.
Entre los indígenas hay unos cien niños menores de 15 años. Aunque son los más aterrados cuando suenan los tiros, también son los únicos que parecen disfrutar de la repentina aglomeración y se dedican a jugar y a corretear por los barrancos y, a veces, a pintar monachos guiados por los profesores que no han podido abrir la escuela de La Tolda, en la parte media de la
montaña.
Esta tarde el lugar parece tranquilo. Un joven soldado del retén asegura que los guerrilleros ya se han replegado hacia lo profundo de la montaña, hacia los límites con el Huila, pero tres indígenas bajaron a las cinco de la tarde con la noticia de que un grupo de guerrilleros se estaba bañando tres kilómetros más arriba del campamento de los desplazados.
Es la zozobra diaria que viven los habitantes de unas diez veredas de Tacueyó que permanecen entre dos fuegos. Los combates, además de temor, ya causaron una víctima: Luz Mery Campo, de 30 años, una habitante de la vereda La Playa que permanece desde el 8 de febrero pasado en el hospital de Popayán con un balazo en la pierna derecha, mientras la comunidad intenta reunir el millón y medio de pesos que cuestan los tornillos, placas metálicas y otros elementos quirúrgicos.
Durante 15 días, los indígenas permanecieron atendidos únicamente por la dirigente de la comunidad y promotora de salud, Nohelia Valencia, una páez menuda que atiende a los desplazados desde las cuatro de la mañana junto con Marleny Peteche, habitante de la vereda La Calera y dueña de una risa contagiosa y repentina a pesar de las circunstancias.
Los médicos del hospital de Toribío, dice una de las mujeres, no se le miden a meterse en la zona de combates. Solo hasta el jueves pasado, una comisión de la Cruz Roja llegó hasta este lugar, para atender a los indígenas.
Los desplazados cocinan en una gran olla comunitaria y a veces, cuando asan arepas en una parrilla improvisada sobre la tulpa, aprovechan para hacer un rudimentario censo. "Hoy ya se han comido unas 180 arepas y todavía no han desayunado los de las carpas de arriba... eso da unos 300", dice Noelia Valencia mientras le da forma con sus manos a la masa de maíz blanco.
Después del desayuno, algunos indígenas cogen camino arriba, por las trochas que trepan a la montaña. Van a darle 'vuelta' a sus propiedades porque otros indígenas menos temerosos o más necesitados se quedaron en sus parcelas y no todos son honrados.
"Se han robado gallinas, marranos...", cuenta una mujer de El Galvial. De sus huertas bajan yuca, maíz y frijol. El azúcar, la panela, el aceite y otros elementos los suministra la alcaldía de Toribío, que ya está agotando el presupuesto de 30 millones de que dispone para atender emergencias.
Los indígenas quieren que tanto la guerrilla, que lleva unos 25 años en la zona, como el Ejército se vaya de sus tierras. Aseguran que varios de los cilindros que las FARC EP les lanzan a los soldados han caído cerca de sus casas. Al Ejército le atribuyen un listado de atropellos que van desde insultos y golpes hasta la detención de ocho habitantes del resguardo señalados por un encapuchado y que, según dicen los habitantes, aparecieron luego fotografiados con elementos que nunca les decomisaron.
A pesar de quedar en medio de los que portan los fusiles, los paeces se niegan a abandonar sus resguardos. Siguen aferrados a estas montañas, rodeados de banderas blancas, y con la idea indeclinable de que abandonar sus territorios es lo mismo que morirse en vida.