El próximo domingo se cumplen dos años de la masacre de Bojayá, donde fueron inmoladas 119 personas en medio de las más inauditas barbaries. Como era de esperarse, con el paso de los días la tragedia de este pueblo, ubicado en la parte chocoana del Atrato Medio, se fue diluyendo en medio de los innumerables acontecimientos de violencia que día a día no terminan de asombrar a este país.

 

Sus habitantes – los que sobrevivieron, los que se fueron, los que retornaron y ahora nuevamente huyen – rinden tributo a los muertos teniendo a la zozobra como acompañante, porque desde finales del mes de febrero los ejércitos se vienen dando candela. Como es natural, la población civil está entre las balas que disparan unos y otros. Las hostilidades, denunciadas hasta la saciedad por varias instituciones y entidades de la región, ya provocaron el desplazamiento de por lo menos 1.200 personas, entre indígenas y negros.

 

Para aquellos pobladores que pensaron que, a pesar de su desventura recogida por una buena cantidad de periodistas que se trasladaron hasta la población y narraron en detalle los pormenores del hecho, la tragedia se podría constituir en un nuevo comienzo, pues se equivocaron.

 

Lo ocurrido aquel jueves 2 de mayo pasó a formar parte de un referente más de esa guerra que se desató sin tregua a finales de 1999, cuando el bloque Élmer Cárdenas de las Autodefensas Unidas de Colombia ingresaron por el Atrato desde el Urabá, para reconquistar una zona dominada hasta ese momento por el Frente José María Córdoba de las FARC.

 

También se equivocaron porque la tan cacareada ayuda prometida por propios y extraños aún no se siente como es debido. La pequeña población, perdida en el asustador follaje verde, sigue viviendo al calor de la desesperanza. No importa que sobre ella estén ciento y pico de organizaciones no gubernamentales adelantando distintas acciones. Pueden pasar los días, y el panorama seguirá siendo el mismo, porque cada niño, mujer o anciano sabe que el miedo es una constante con la que deben aprender a convivir.

 

Saben, incluso, que pueden abandonar sus cuatro pasos de tierra y la imagen del sol reflejada en las aguas serpenteantes del Atrato donde añoran una tranquilidad poco sentida en los últimos años, y que esas sensaciones provocadas por la violencia no los dejará tranquilos, ya que, como la peste que es, los seguirá en su recorrido.

 

Así queda patentando cuando en la ciudad de Quibdó se visita sitios como el coliseo, refugio de los miles de desplazados que tuvieron que cambiar una existencia sosegada de pesca y tierra por el nada envidiable rigor de sobrevivir a punta de la caridad de otro que se lamenta al principio, pero que luego desprecia y discrimina.

 

Que lo diga José y Patricia, dos jóvenes negros que, con dos niños de brazos, recorren las céntricas calles de Bogotá vendiendo dulces a los transeúntes como una de las innumerables maromas que hacen para sobrevivir en una urbe tan fría, tan ajena y tan inhumana. Cuando me los encuentro en plena carrera quinta, con su bolsa de dulces cargados, es imposible no dejar de madrear a un Estado que abandona a los desposeídos. Por eso entiendo su rabia y su dolor contra la ciudad, porque ella representa la indolencia y la insolidaridad.

 

Es muy probable que el domingo 2 de mayo, salgan algunos funcionarios a ratificar la urgencia de atender a los habitantes. Palabras vacías porque esa urgencia la vienen reclamando desde antes de que la pipeta cayera sobre la iglesia, porque la vienen reclamando con ahínco desde hace dos meses, cuando se intensificaron los combates, entendiendo que la palabra intensificar es un simple decir, porque la situación siempre ha sido espeluznante.

 

Todo se repite y se repite, así como se repiten los otros componentes de una dinámica de guerra que se ha patentado como una especie de fórmula mágica que se aplica en todo el territorio. No sorprende, entonces, que los ejércitos se enfrenten, que las comunidades queden en el medio, y que los campesinos y las comunidades indígenas se desplacen abandonando sus tierras, cultivos y animalitos; no sorprende que los medios exploten el hecho hasta la saciedad, que las promesas vengan, que se adelanten acciones temporales y que el drama, individual y colectivo, continúe.

 

Por esos los combates que se registraron el 2 de mayo de 2002 no tienen ninguna diferencia con los que, desde hace dos meses, se registran en la zona. Por eso sus consecuencias son las misma, sin importar que los acontecimientos ocurran un 2 de mayo, un 3 de octubre o un 4 de noviembre.

 

Ante ese triste panorama, no obstante el próximo domingo encenderá una vela como homenaje a los pobladores, vivos y muertos, de un municipio que ejemplifica las desgracias de la guerra y las desgracias del abandono estatal, pidiendo, con todo las energías a pesar de que las mismas no sirvan de mucho, que, como dice el cantautor mexicano Fernando Delgadillo en una canción que recuerda la masacre de los estudiantes en la plaza de las Tres Cultural, que ojalá no volvamos a tener ningún otro 2 de mayo.

 

* Las opiniones emitidas son responsabilidad del autor.

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