A comienzos del mes de mayo, circuló por distintos medios un comunicado que reseñaba una incursión de las autodefensas, el día 18 de abril, en Bahía Portete. La información presentada daba cuenta de la muerte de 12 indígenas de la etnia Wayuú, la desaparición de por lo menos 30 y un sinnúmero de personas desplazadas.
La presente crónica recoge la percepción obtenida por uno de los colaboradores de Actualidad Étnica tras la visita que realizó la comisión de verificación a la zona, coordinada por la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC), que se adelantó entre el 22 y el 24 de mayo.
Hasta hace algunos meses Bahía Portete era un pueblo con vida. En medio del desconcierto los indígenas recuerdan cuando el pueblo era un punto dinamizado por el contrabando proveniente de Curazao, Panamá y Aruba.
En la actualidad, sus más de 200 ranchos, dispersos sobre una extensa zona desértica adornada por la hermosura de los paisajes costeros, constituyen un territorio fantasma. La única que recorre el pueblo es una perra vieja – que después supe que se llamaba Paquita – que anda, con su pelaje amarillo a punto de caerse, desesperada y hambrienta.
Las familias que no abandonaron el puerto cuando el gobierno nacional hace algunos meses tomó la decisión de ubicar la zona portuaria en Manaure – bajo el supuesto de ejercer un mayor control aduanero en el departamento – tuvieron que hacerlo en medio de la desesperación y el terror, abandonándolo todo. Muchos no tuvieron una opción distinta que lanzarse a los manglares y esconderse por varios días para sobrevivir.
Los relatos sobre las personas que fueron asesinadas, confirman ese ritual sangriento patentado por las autodefensas a lo largo y ancho del país, consistente en torturar, descuartizar, despedazar y degradar la condición humana, en un exceso que no termina de sorprender. Por eso cuando se escuchan los testimonios de los Wayuú, se podría cerrar los ojos y recordar que relatos parecidos escuché cuando ocurrió la masacre de los 120 indígenas y campesinos en Trujillo, Valle del Cauca, o que esa misma táctica fue empleada cuando 150 hombres arribaron al Alto Naya y asesinaron a más de 100 indígenas, negros y campesinos, aunque los informes oficiales sólo lograron establecer la muerte de 40 personas.
Es bastante probable que en el caso de los Wayuú ocurra algo similar. Aunque los testimonios coinciden en señalar a 12 personas asesinadas y 30 desaparecidas – 20 de ellos menores de edad – las autoridades sólo han podido hallar tres cuerpos y parte de un cuarto. En cuanto a los desaparecidos, las autoridades sólo registran a dos mujeres: Diana Fince Uriana y Reina Fince Pushaina.
Esa tarea de establecer los hechos, nada sencilla cuando los asesinatos ocurren en forma indiscriminada y se siguen presentando, se torna más difícil cuando los Wayuú por tradición se reservan la ubicación donde fueron enterrados los familiares y amigos. Esa misma tradición impide, además, que hombres y mujeres expresen su dolor ante la persona fallecida, puesto que alguna muestra en tal sentido debilita el sentimiento de venganza que se guarda frente a un ultraje; un ultraje que se ejerció contra lo más sagrado de la cultura Wayuú: las mujeres, los niños y los cementerios.
Abandonar la tierra es abandonar la esencia
Tratar de establecer el número de personas desplazadas es otra tarea por ahora imposible. El éxodo, que se inició el 18 de abril, se extiende por toda la Alta Guajira, siendo los puntos más visibles los municipios de Maicao – frontera con Venezuela – Uribia, Manaure y Maracaibo (Venezuela). Los censos parciales, levantados por las respectivas administraciones con ayuda de los personeros, llegan a poco más de mil personas. No obstante, las comunidades sostienen que el mayor número de desplazados, que pueden alcanzar las 3 mil personas, se encuentran en sitios donde aún no se ha tenido acceso como Bahía Honda, Punta Soldado, Punta Aguja, Way, Punto Fijo y Media Luna.
El otro gran inconveniente radica en la manera como se viene registrando el desplazamiento. Teniendo en cuenta que entre los Wayuú existen alrededor de unos 24 clanes – siendo los más numerosos los Epíeyu, Uriana e Ipuana – buena parte de los desplazados fueron acogidos por sus propias familias. Ese elemento no posibilita vislumbrar la magnitud fenómeno. A lo anterior hay que agregarle que se adoptó la decisión de no reportar el desplazamiento, en algunos casos, por miedo a posteriores persecuciones, que incluye a funcionarios de instituciones estatales y de la fuerza pública, quienes son señalados por algunos de tener vínculos muy estrechos con el grupo de autodefensa; en otros, por omisión de las autoridades municipales que desestimaron la veracidad de lo relatado por los Wayuú en lo acontecido en Portete. Se configura, entonces, un panorama caracterizado por la desconfianza, lo cual dificulta cualquier labor.
Los testimonios recogidos en los principales asentamientos de desplazados que tuve la oportunidad de visitar en Maicao y Uribia, demostraron que al interior de las comunidades el fenómeno provocó un fuerte impacto, que marca ciertas diferencias en relación con el desplazamiento que padecen otras etnias indígenas en el país. La gente coincide en señalar que es la primera vez en muchísimos años que se registra un desplazamiento forzado. A pesar que los Wayuú son re-conocidos como un pueblo que se caracteriza por resolver sus conflictos apelando al uso de las armas, nunca un conflicto interétnico había motivado la migración o el éxodo de alguna familia.
El tener que salir abandonándolo todo provocó una especie de conmoción que se refleja en los rostros, en los diálogos, en los comportamientos. Ese desconcierto aumenta cuando se analiza la situación y se acepta que por el momento las posibilidades de retorno son remotas. También aumenta cuando acuden a las autoridades municipales en busca de ayuda, y son recibidos por funcionarios que minimizan su tragedia o que los aterrizan en la triste realidad de unos municipios que no cuentan con los recursos suficientes para atender la emergencia.
Pero lo más doloroso es tener que abandonar la tierra, que no representa cosa distinta que abandonar la esencia de lo que son como individuos y como pueblo. De ahí que buena parte de los hombres, tras instalar a las mujeres, niños y ancianos donde los familiares, regresaron a la zona para enfrentar a las autodefensas, porque no están dispuestos a dejarse arrebatar lo que siempre les ha pertenecido.
Un problema que hasta ahora inicia
Los relatos, estremecedores, desgarrados y que dejan a cualquiera sin aliento, fragmentan una historia que por ahora es imposible de comprender en toda su magnitud, porque lo que viene ocurriendo en la Guajira encierra una serie de factores complejos que tienen como telón de fondo el interés de unos actores por controlar unos circuitos económicos relacionados con el contrabando, el narcotráfico, el tráfico de armas, y la puesta en marcha de proyectos de desarrollo. Esos intereses chocan con el propósito de los Wayuú por defender su autonomía territorial.
Para algunos dirigentes indígenas, la combinación de esos factores, que en últimas desataron el conflicto que hoy enluta a los Wayuú, no puede ser valorada como un conflicto meramente local y transitorio, como se puede percibir cuando se visita la región. El interés por controlar los circuitos económicos, que implican el control de los territorios ancestrales de los Wayuú, hay que entenderlos en el marco de unos intereses de largo aliento.
En tal sentido, vale la pena preguntar: ¿qué interés representa ese inmenso territorio desértico y habitado por indígenas que viven agobiados por la pobreza? Como en otras regiones del país, en la Guajira las tierras de los Wayuú compaginan a la perfección con el desarrollo de los megaproyectos.
A las explotaciones de las minas del Cerrejón y de las salinas de Manaure, hay que añadirle la proyección de exploraciones de petróleo y gas en la península, para lo cual culmina un estudio de factibilidad por parte de la compañía Chevron – Texaco, asociada con Ecopetrol para tal fin, que pretende, entre otros proyectos, la construcción de un gasoducto que transportaría entre 150 y 200 millones de pies cúbicos diarios de gas natural.
El otro gran proyecto es el parque Jepirachi, que en lengua Wayuú significa "vientos del nordeste”, el cual permitirá el aumento en el cubrimiento del servicio de energía en toda la región, además de la venta de alrededor de 800 mil toneladas de emisiones de carbono por un valor de 3.2 millones de dólares. Los 15 molinos de energía fueron montados por las Empresas Públicas de Medellín, con el apoyo del ministerio de ambiente, vivienda y desarrollo territorial, el ministerio de minas y energía, la Unidad de Planeación Minero Energética (UPME), Colciencias y el Banco Mundial, que ha generado discrepancias con las comunidades indígenas.
Los rumores también hablan de la consolidación de Puerto Bolívar como lugar clave para la expansión carbonífera, la construcción de una base militar de la armada en Punta de Cocos y la proyección de un complejo plan etnoturístico, anunciado por el propio presidente de la República durante su visita al Cabo de la Vela meses atrás.
Finalmente, no sobra decir que el mismo tema de los puertos debe ser un ítem a estudiar con profundidad. Aunque el gobierno nacional concentre la actividad portuaria en Manaure, Portete no dejará de ser un paraje estratégico para el tráfico de armas, drogas y el movimiento de contrabando. Un pueblo abandonado, que llegó a mover hasta 3 millones de dólares diarios y ofrecía trabajo a unos 3 mil indígenas, es el mejor escenario para controlar una actividad que no necesita ni socios ni alianzas.