Los problemas del acueducto de Quibdó han abierto un debate necesario sobre la distribución de competencias entre la Nación y las regiones. Algunos editorialistas han señalado, de manera instintiva, la indiferencia del Gobierno central frente a las necesidades de una población históricamente excluida. Otros han enfatizado, de manera más reflexiva, la indolencia de la dirigencia local y el mal uso de los recursos transferidos por la Nación. Al respecto, sólo cabe reiterar que en los países descentralizados, y Colombia se cuenta entre ellos, la responsabilidad por la suerte de las inversiones regionales corresponde mayoritariamente a los mandatarios locales.

 

Todos los editorialistas se han dado a la tarea de encontrar culpables. Pocos han intentado inscribir el problema en cuestión en un contexto más amplio. Y ninguno ha mencionado las lamentables condiciones de vida de los habitantes del Pacífico colombiano en particular y de la población afrocolombiana en general. Según las cifras de la Encuesta de Calidad de Vida del año 2003, el ingreso per cápita de la población afrocolombiana es 30% inferior al del resto de la población y la cobertura de educación secundaria 15 puntos porcentuales menor. Según las cifras del Departamento Nacional de Planeación, los municipios donde la población afrocolombiana es mayoritaria, tienen en promedio, una cobertura de acueducto y alcantarillado 20 puntos inferior a la del resto de los municipios y una cobertura de vacunación 30 puntos menor.

 

En los aspectos mencionados, la población afrocolombiana no difiere de manera sustancial de la población indígena: ambos grupos son significativamente más pobres, menos educados y más necesitados que el resto de la población. Pero existe un aspecto en el cual los indígenas superan con creces a los afrocolombianos: el acceso a los programas sociales ofrecidos por el Gobierno central. La probabilidad de afiliación al régimen subsidiado en salud es 10 puntos porcentuales mayores para los indígenas que para los afrocolombianos, aun después de tener en cuenta las diferencias relevantes entre unos y otros. De igual manera, el acceso a los programas de cuidado infantil (ICBF) y de capacitación laboral (SENA) es mayor para los primeros que para los segundos. En suma, el Gobierno central parece más sensible a las necesidades de los indígenas que a las de los afrocolombianos. O al menos ese parece ser el sesgo prevaleciente en la repartición de recursos públicos.

 

Esta discriminación, evidente en los datos aunque desconocida para el país, tiene dos causas primordiales. La primera está relacionada con el sesgo pro indígena de la Constitución de 1991. Y la segunda, con la fortaleza de los movimientos indígenas y la importancia de sus líderes populares. No sólo los dirigentes indígenas se han erigido como combativos representantes de sus comunidades, sino que han adquirido una progresiva preeminencia nacional: un hecho que contrasta con la creciente irrelevancia de la dirigencia afrocolombiana.

 

En últimas, la organización de los indígenas ha propiciado una suerte de discriminación positiva en su favor, mientras que la falta de cohesión de los afrocolombianos ha surtido el efecto contrario.

 

Hacia el futuro, le corresponde a la Nación tratar de corregir la discriminación en el acceso a ciertos programas públicos; a las comunidades negras organizarse para reclamar lo suyo a la usanza de las comunidades indígenas; y a los dirigentes afrocolombianos convertirse en verdaderos representantes de su pueblo y no simplemente en limosneros de ocasión.

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