El éxodo de los “últimos nómadas verdes del mundo”, no se inició el pasado 6 de marzo, cuando más de 70 nukak makú, llegaron a la ciudad de San José del Guaviare, después de huir durante cuatro meses del conflicto que se metió en las entrañas mismas de la selva. Jorge Restrepo, antropólogo y coordinador del proyecto para la defensa y vida los pueblos de guayabero, sikuani y nukak, presenta en Actualidad Étnica una sentida reflexión la situación de los cazadores-recolectores, los absurdos de la guerra y la pasmosa indiferencia de la sociedad ante lo que podría ser la extinción de “un pueblo que encarnó la posibilidad de un modelo de vida y de manejo sostenible para el complejo sistema de recursos de la floresta Amazónica”.

Por Jorge Restrepo

Corporación Ecogente

Puede decirse que para los cazadores y recolectores nukak-makú, habitantes de las selvas remotas del sur del departamento del Guaviare, su primer y más trascendental encuentro con la sociedad nacional y los medios de comunicación en el mundo se produjo hace cerca de 18 años, cuando un grupo de 50 mujeres y niños se presentó en la población de Calamar Guaviare, después del periplo de semanas con sus enfermos, bajo el cielo abrasador de las extensas “Sabanas de la Fuga” y los potreros de la colonización.

En aquellos días la amenaza para su integridad física y cultural estuvo determinada por la vecindad con la población marginada de colonos que luchaba a brazo partido por la riqueza emergente representada en el cultivo de hoja de coca. Superado el sobresalto con la prensa y los colonos, y dando pecho a los estragos originados por nuevos virus y enfermedades respiratorias, los cazadores-recolectores cubrieron su desnudez y se enrolaron desventajosamente en trabajos menores que los fueron acercando al valor de un dinero exiguo que sólo servía para comprar galletas y gaseosas.

Una amplia batería de respuestas de apoyo nacional e internacional, como expresión de admiración y respeto, desbordó con creces la confianza de que por fin, al menos uno de entre tantos grupos indígenas colombianos se habría rescatado al cerco ignominioso de 5 décadas de contacto. El Estado, por su parte, se prestó solícito a delimitar un territorio y constituirles su propio resguardo, a disponer brigadas de salud y a realizar juiciosos estudios tendientes a reintegrar o, en todo caso, restituir los derechos de niños y niñas nukak abandonados o raptados.

Tampoco faltó la oportunidad para que investigadores propios y ajenos se ofrecieran a revelar la mágica desnudez de los cazadores, el intrincado modelo de organización social en pequeñas bandas muy versátiles, la genética de sus organismos cobrizos, o a documentar para la posteridad, con pergaminos de televisiones europeas, las imágenes del último grupo de nómadas verdes del mundo.

Pero con el tiempo inexorable, se vio también languidecer la exaltación oficial y el orgullo de permitir en suelo patrio la coexistencia digna de un pueblo que encarnó la posibilidad de un modelo de vida y de manejo sostenible para el complejo sistema de recursos de la floresta Amazónica.

Ya en manos de la institucionalidad del Estado, por más de una década se volvió rutinaria la recepción de reportes aislados e intrascendentes sobre pequeños grupos de nukak enfermos que llegaron a San José. Allí fueron atendidos de forma deshilvanada pero ágil, y prontamente despachados en la ruta de las insondables distancias de sus territorios de procedencia, en cuyas inmediaciones se cocinaba el conflicto social y armado que los alcanzaría pocos años después.

Han corrido 3 años desde el arribo del primer grupo de cuarenta y ocho nukak desplazados a la capital del Departamento, esa vez no para tomar una tregua en su larga caminata, recibir salud para sus enfermos o visitar a sus amigos blancos, sino para ampararse bajo la sombra de techos plásticos y cercas de alambre en los dominios ajenos de Villa Eleonora, donde han permanecido refugiados desde entonces.

De nuevo la fragilidad de los nukak y la amenaza de extinción del grupo se pusieron en evidencia. Las entidades atendieron la emergencia y se asumió que tres meses bastarían para disponer las condiciones de un retorno seguro. No se comprendió entonces la magnitud de las disputas entre grupos armados por el control del territorio y por el negocio de cultivos de uso ilícito, ni que sus implicaciones para el resguardo y los puntos de visita en las salidas del territorio involucrarían permanentemente a gran parte de las bandas nukak.

Los nukak se volvieron sospechosos por existir y transitar sus territorios ancestrales, muy cercanos a lugares apocalípticos como Mapiripán. En el contorno de los enfrentamientos armados y en la vecindad de los terrenos de la coca, encontrarían insumos, canecas, cambullones, caminos, armas o campamentos, con sólo repetir el oficio atávico de perseguir churucos y abejas, o trepar palmas y pepas escapadas de los baños letales de la fumigación aérea. Su alta movilidad los convertiría, a los ojos de todos los actores armados, en posibles instrumentos de un reclutamiento engañoso para el porte de mensajes de guerra o como guías experimentadas para el desplazamiento de los adversarios por el territorio. Los nukak han oído mucho, han visto demasiado y, aunque piensan y hablan en un idioma incomprensible para la mayoría de los mortales -lo cual no hace muy fiables las interpretaciones sobre sus declaraciones libres o forzadas-, son un pueblo “no viable” en las entrañas del conflicto.

Por esto mismo, en los últimos 6 meses han llegado a las inmediaciones del casco urbano de San José del Guaviare otros ciento cincuenta y tres nukak, pertenecientes a varias bandas que recorrían zonas en cercanías del río Guaviare al oriente del departamento. Así, el éxodo ha llegado a involucrar a la mitad de los cuatrocientos nukak en los que se estima la población total de los últimos cazadores nómadas del país y quizás del mundo amazónico.

Las condiciones de vida de los refugiados son adversas. Se hallan sedentarizados, habitando bajo techos plásticos, en sitios de vegetación extinta y cercados por fincas privadas. En este entorno que limita la posibilidad de acceder a recursos del bosque para su autoabastecimiento, los nukak esperan la ayuda oficial para cocinar granos de dudoso apetito tejiendo manillas a los curiosos visitantes del pueblo, mientras las cerbatanas enmohecen y los cazadores añoran la oportunidad de excitarse con el eco de los dardos impactando en los micos.

La concentración y la imposibilidad del movimiento, agrava paulatinamente las condiciones sanitarias de los lugares de refugio. Aunque las instituciones de salud y algunos organismos no gubernamentales se han esmerado en atender la emergencia, aprovisionar de agua potable y suministrar vituallas regularmente, no se vislumbran soluciones integrales de mediano y largo plazo. Por otro lado, empiezan a aflorar conflictos de vecindad con los propietarios de fincas aledañas debido a las faenas de rebusque de alimentos que emprenden los nukak, como práctica inherente a su forma de vida.

Y en el cruce de estos territorios de guerra y de estos hechos que evidencian una violación continua de los derechos humanos al punto de perfilarse como un genocidio de responsabilidad compartida, se encuentran también los pueblos guayabero, sikuani y tucano que habitan sobre el río Guaviare y sus alrededores. Más de trescientos indígenas, de no tan reconocida singularidad como los nukak, también han debido abandonar sus tierras de resguardo, sus chagras y sus malocas. Han escondido los instrumentos de trabajo y elementos rituales. Han tenido que salir furtivamente en las noches, tapándole la boca a los niños, para buscar refugio donde familiares y amigos indígenas del pueblo o de otros resguardos cercanos. Son desplazados invisibles y silenciosos. No todos ellos, a diferencia de los nukak, han podido sortear su reconocimiento oficial y permanente como desplazados, lo cual los haría beneficiarios de ayudas humanitarias sostenidas.

El peligro de la estabilización de los indígenas en inmediaciones de San José, está latente. Pese a las penurias de los nuevos asentamientos, se prevé un acomodamiento de las familias nukak y guayabero en cercanías de los espacios urbanos. Nunca como ahora, se veían deambular los niños y niñas indígenas guayabero por las calles de San José, demandando alimentos y dinero. El manejo de esta situación ha desbordado a la institucionalidad local, que ha debido enfrentar cada nuevo problema en solitario, sin apoyo sistemático del gobierno central.

Pese a que el traslado transitorio a espacios amplios y de abundante oferta ambiental que estén por fuera de las zonas de riesgo por el conflicto parece ser la única acción que se vislumbra en el corto plazo, el territorio nukak es único e irremplazable. Una experiencia fallida de reubicación llevada a cabo a final de los años 80, cuando cincuenta nukak fueron instalados en el Departamento del Vaupés y retornaron por sus propios medios, demostró que los vínculos territoriales, los entornos ambientales, los referentes míticos y los nexos inter grupales, son condición necesaria para garantizar la existencia de este pueblo.

La negación de estas condiciones integrales, ponen al pueblo nukak en las puertas de una rápida disolución. El dilema ético y legal para los actores armados y la nación en su conjunto no puede ser otro que, en tanto se mantenga el conflicto, se garantice a los pueblos indígenas del Guaviare su derecho a la vida individual y colectiva, al territorio ancestral, a los recursos y a la propia búsqueda de su destino. Ello requiere la suma de voluntades para un acuerdo humanitario que haga descontar de los saldos que quedarán del conflicto colombiano, la extinción de pueblos indígenas únicos y portadores seculares de conocimientos y formas de vida vitales en la promesa de una nueva relación de los seres humanos con el planeta. Todos los colombianos debemos sentirnos implicados en la suerte de Jim´bu, Uébeyi, Ma´be, Jiudá, Kerayi, Yaki, Wembe, Digna, Candebury, Maobé, Úeuepa, de sus hijos y de los hijos de sus hijos.



[1] Jorge Restrepo González, antropólogo de la Universidad Nacional de Colombia. Ha trabajado con diversos pueblos indígenas de la Amazonia colombiana. En los años 90 y 91 vivió con los nukak en su territorio. Entre el 94 y el 96 coordinó un proyecto para la consolidación del territorio y la salud del pueblo nukak. Actualmente coordina un proyecto de la Corporación Ecogente con acciones para la defensa de la vida y los derechos de los pueblos guayabero, sikuani y nukak del Departamento del Guaviare, auspiciado por el Programa Amazónico de la Embajada del Reino de los Países Bajos.

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