Guillermo Segovia Mora
¿Por qué en Colombia el acuerdo con las Farc no despierta el entusiasmo que se aprecia en el exterior? Es la pregunta recurrente de Julio Sánchez Cristo a sus entrevistados extranjeros en La W y que, por los comentarios a las respuestas, se percibe no le son satisfactorias. Arriesgo una explicación que conociendo su posición frente a la guerrilla seguramente tampoco gozará de su aceptación pero que repasando la historia y las raíces de la violencia en el país, los antecedentes del conflicto armado y el contexto internacional de su surgimiento y evolución, considero en algo responde a su inquietud.
Un repaso ligero de lo que era Latinoamérica y El caribe a mediados del siglo XX basta para cerciorase de una realidad de atraso, miseria y explotación de mayorías campesinas en países en tránsito a la urbanización, dominados por oligarquías excluyentes cuyo poder era resguardado por fieles y feroces dictaduras que mantenían a raya cualquier manifestación de inconformidad. Gobiernos reformistas fueron sangrientamente reversados. En Colombia, la “Revolución en marcha” liberal de López Pumarejo fue rudamente confrontada por la oposición conservadora, hasta contraerla en sus alcances mas promisorios.
La utopía en armas
Los arreglos tras la derrota alemana en la Segunda Guerra Mundial -debacles que concientizaron en el dolor y la memoria a Europa- llevaron a la “Guerra fría” con simpatías de las clases subalternas hacia el campo socialista dominado por la URSS, del que aún se desconocía la férula stalinista. Para remover el sistema dictatorial colonial imperante en Latinoamérica y El Caribe, en Cuba se levantó el movimiento liderado por Fidel Castro que abrazado con simpatía entra en rápida contradicción con EE.UU. y a la batuta de éstos con un subcontinente de gobiernos obsecuentes a la vez que gana el apoyo de las organizaciones populares, a medida que la Revolución se radicaliza.
Entre las acechanzas imperialistas y la búsqueda de rumbo, Castro establece alianza con la URSS e inclina a Cuba al campo socialista con un acento nacionalista Inspirado en la estrella martiana. A la mayor de las Antillas miraron esperanzados los desposeídos hastiados de toda una vida de hambre y matanzas. La respuesta beligerante fueron la Primera Declaración de La Habana y la creación de la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS). Si bien la independencia fue fruto de una guerra continental, las armas que desde entonces solo habían servido para dirimir pleitos entre las elites dominantes o para castigar rebeldías, ahora les apuntaban.
Como reguero de pólvora, destacamentos campesinos en tregua de viejas resistencias contra hacendados y universitarios e intelectuales convencidos que no había otra fórmula para cambiar una aberrante realidad que la utopía socialista, constituyeron guerrillas cuya aura heroica y justiciera creció para el mundo con las muertes de Camilo Torres y “El che” Guevara. Una de las más reconocidas, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia -Farc-, constituidas a partir del reducto de campesinos perseguidos por el gobierno conservador tras el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en 1948, que ocasionara esa hecatombe llamada “El bogotazo”. Ya en el 64 una película francesa mostraba a un público indignado a “Tirofijo” y su gente defendiéndose con escopetas de los bombardeos para acabar con las “repúblicas independientes” de menesterosos en autodefensa.
Desde entonces, sin negar que mucho ha cambiado, que nuestra democracia es formalmente más amplia y hay menos pobreza, ni tampoco que la guerrilla ha cometido atrocidades y acudido al crimen para sobrevivir, en la retina del mundo están frescas las masacres paramilitares de las últimas décadas, los escándalos de corrupción y la narcopolítica, el poder de las castas, la odiosa inequidad, la matanza ofensiva de defensores de derechos humanos, las marchas de campesinos, indígenas y negros, “raspachines” cocaleros, nuevas ciudadanías y la mujer peleando por derechos básicos de la modernidad. Ante todo esto, en el exterior creció el repudio por lo que se observó como una contrainsurgencia atroz para preservar privilegios y, si ya no una simpatía abierta por la insurgencia, la comprensión de las razones que invoca.
Los años ominosos
Con la caída del Muro de Berlín y la desaparición del llamado campo socialista en los 80s, conflictos armados con orígenes sociopolíticos de distintas dimensiones vieron su fin ante los cambios geopolíticos, el convencimiento de las partes de la imposibilidad de victoria y la presión de la comunidad internacional, los inversionistas y el movimiento pacifista, como en Nicaragua, El Salvador, Guatemala, Irlanda, Sudáfrica, la antigua Yugoeslavia, Ruanda e, incluso, España. El añejo y complejo conflicto colombiano persistió al fracasar intentos de paz signados por apuestas estratégicas. A la vez, en albores del siglo XXI, se desataron guerras de intervención en reacción al nuevo enemigo, el terrorismo fundamentalista, que con los atentados a las Torres Gemelas en New York, justificó la cruzada extremista de la Administración Bush.
Al cobijo de la nueva doctrina antiterrorista de los EE.UU., que enlistó bajo la misma calificación expresiones armadas de objetivos diversos, en Colombia, la Administración Uribe (2002-2010), a contracorriente histórica negó a la guerrilla su carácter político y desconoció la existencia de un conflicto armado interno de décadas. Su ofensiva militar dio resultados con alto costo humanitario -4 mil civiles asesinados para cobrarlos como bajas de la guerrilla y 3 millones de desplazados- polarización y déficit democrático e institucional, pero no logró “descabezar la serpiente”, que recostada en la selva se recompuso para seguir resistiendo.
Tan consciente era de ese imposible que a la vez que sostenía una descomunal ofensiva militar con bombardeos, aviones fantasma e inteligencia de alta tecnología, varias veces intentó que las Farc dialogaran desde la derrota. La ceguera del poder y la alianza conservadora internacional de la que es miembro no le permitían ver, o no quiso, que lo que para él era una hazaña en defensa de los valores “democráticos y cristianos”, para buena parte del mundo era una nueva arremetida de un caudillo energúmeno en representación de terratenientes dudosos, contra manifestaciones de inconformidad y rebeldía, pues en el exterior, aún con objeciones, la guerrilla hace parte de un movimiento popular apreciado por la historia y justeza de sus luchas.
Si bien el derrumbe del modelo soviético, el atemperamiento socialdemócrata, el resurgimiento de las democracias liberales, el ascenso electoral de la izquierda y los errores de la guerrilla produjeron desencanto con la lucha armada, la demanda de su incorporación al sistema vía negociación de reformas por el carácter de su existencia ganó adeptos en el mundo. En el caso de Colombia, como mínima justicia tras 50 años de guerra interna con cerca de 300 mil muertes por causas políticas en la Violencia de los 40s y 50s y otros 300 mil desde mediados de los 60s, más 100 mil desaparecidos, 6 millones de desplazados e igual número de hectáreas despojadas, para cerca de 8 millones de víctimas. Tragedia sin par ahondada por una de las mayores tasas de concentración y peor distribución de la de la riqueza del planeta, con 10 millones de personas, la mitad de la población laboral y sus familias, sobreviviendo con menos U$ 200 al mes.
La paz es el camino
El viraje realista frente al cálculo político y económico y, porque no decirlo, humanista y progresista, de Juan Manuel Santos para retomar el sendero del diálogo ante un enemigo golpeado mas no derrotado -cuya sobrevivencia será siempre una razón externa para el cuestionamiento de la normalidad democrática y la legitimidad social- retornándole el status político y reconocimiento como adversario, en una mesa de negociación con agenda acotada a la supremacía del Estado en los establecidos como inamovibles, pero con la amplitud necesaria para acordar cambios en aspectos clave de la inconformidad de la población rural (tierras, participación, cultivos ilícitos, víctimas) indudablemente despierta el regocijo en la comunidad internacional.
Pareciera, como observa Julio Sánchez, que en las grandes ciudades colombianas distantes de los sufrimientos y mentalizadas hábilmente desde el mandato de Uribe, con eco del aparato mediático, en la necesidad de aplastar al enemigo de la sociedad responsable de todos los males, domina el escepticismo. No obstante, en la medida en que se conocen las razones político -económicas de la negociación y se develan las mentiras y distorsiones del no a los acuerdos, hay más aceptación. Más aún, al trascender el asunto de la negociación con las Farc para enfatizar en la convivencia y el respeto como valores para repensar y rehacer el país, el esfuerzo gana audiencia y compromiso. Colombia vive un excepcional momento civilizatorio que no se puede desperdiciar.
Afuera, con todo y esfuerzos diplomáticos y algunos cambios modernizantes, nos siguen considerando una república señorial en una confrontación virulenta y anacrónica. Por eso los organismos internacionales (ONU, ACDH, OIM, PNUD, OEA, CELAC, UNASUR), EE.UU. por primera vez actuando con trasparencia y enviado especial del Gobierno de Barack Obama, y distintos países de Europa, Latinoamérica y El Caribe y organizaciones no gubernamentales respaldan el proceso que tuvo como garantes leales a Cuba y Noruega, con el acompañamiento de Chile y Venezuela, siendo La Habana la capital hermana de nuestra paz.
El mundo, que asiste a la espeluznante matanza propiciada por el terrorismo fundamentalista y los desgarros de la intervención Occidental en Asia, aplaude el ejemplar, novedoso y esperanzador proceso de negociación y el acuerdo Gobierno-Farc que resarce una deuda histórica con los pobres del campo y abre las puertas a la organización política y militar heredera de quienes hace más de medio siglo se levantaron para reclamar tierra, autonomía y respeto por sus vidas, cerrando una de las páginas más dolorosas de la historia prolongada del siglo XX. La firma final del acuerdo por el Presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, y Rodrigo Londoño, comandante de las Farc, el 26 de septiembre en Cartagena de Indias y su aprobación plebiscitaria el 2 de octubre, son motivos para celebrar hasta en lo más recóndito del territorio nacional.
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