Luego de un tortuoso trámite, iniciado por la Senadora Piedad Córdoba Ruiz, a partir del momento en que la Corte Constitucional declaró inexequible el artículo 66 de la ley 70 de 1993, se logró la aprobación de la Ley 649 de 2001 que desarrolla, parcialmente, el artículo 176 de la Constitución Política, creando una circunscripción especial para la Cámara de Representantes, con cinco escaños, dos de los cuales para las comunidades negras.

 

En su momento, el instrumento legal fue visto por unos como factor de discordia, autodestrucción o división para los afrocolombianos; otros lo consideraron necesario para consolidar el proceso organizativo de las comunidades negras, sus organizaciones de base y demás instancias de decisión intraétnica. Estos últimos vieron, entonces, la posibilidad de avanzar en términos de construcción de los espacios políticos posibilitadores del grado de participación y empoderamiento necesarios para alcanzar el trato digno a que dichas comunidades tienen derecho, como integrantes de la Nación colombiana, en un contexto de Estado democrático y social de derecho.

 

Llegado el momento electoral, o momento de estrenar la ley que permite llenar los escaños pertenecientes a las comunidades negras en la Cámara de Representantes, hubo que enfrentar una realidad: en términos de organización, las comunidades negras están como antes del primer día de la creación del mundo, según la fe católica. Esta verdad afloró cuando algunas organizaciones, interesadas en participar en el debate electoral, tramitaron su respectiva inscripción en el Registro Único Nacional que lleva la Dirección Nacional de Comunidades Negras, momento en que tal dependencia del Ministerio del Interior, “máxima rectora de los asuntos afrocolombianos”, a pesar de tener como ocho años de estar en funcionamiento, empezó a buscar claridad acerca de qué era una organización de base de comunidades negras, concepto que está claramente definido en la ley 70.

 

Es, precisamente, esa falta de claridad, (¿o de compromiso étnico e institucional?) la que permitió que en el Registro Único hayan sido inscritas más de mil organizaciones, muchas de las cuales no tienen como objeto social el trabajo con las comunidades negras, y otras que, teniéndolo, nunca lo han hecho, pero siguen inscritas. Y lo que es peor aún, también hay inscritas organizaciones inexistentes.

 

La discusión no está en si es apropiado o no utilizar un “negrómetro” para determinar quién puede hacer parte de una organización de base de comunidades negras, ni tampoco en los créditos que deben ostentar los candidatos por dicha Circunscripción Especial (la circunscripción se creó para facilitar la participación política de los afrocolombianos, no para entorpecerla). El verdadero problema está en la inoperancia y alto grado de desorganización de la Dirección Nacional de Comunidades Negras, caos que impidió la depuración del Registro Único Nacional, para que solo hubieran participado, en la contienda electoral, las organizaciones de base que se han ganado su espacio, con lagrimas, sudor y sangre; las que verdaderamente han trabajado y lo están haciendo a favor de las comunidades negras.

 

Queda claro, entonces, que la Dirección Nacional de Comunidades Negras requiere, urgentemente, de un “revolcón” para reencausarla por los fines que motivaron su creación, para que de esta manera pueda cumplir, con eficacia y eficiencia, las funciones de fortalecer, dirigir, vigilar, asesorar y controlar el proceso organizativo de las comunidades negras.

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