En el pequeño pueblo indígena de Vencedor, en la selva peruana, nadie sabe nada de la crisis financiera internacional. Los días se suceden con placidez en el seno de una prodigiosa naturaleza que aún alimenta, resguarda y cura. Pese al avance inexorable de la economía de mercado y sus productos farmacéuticos, los vecinos confían ciegamente en sus médicos, herederos de un sofisticado y ancestral conocimiento, que utilizan la ayahuasca para aliarse con las fuerzas espirituales y sanar.
Pedro Pérez es un hombre menudo y arrugado por sus sesenta años. Acaba de regresar del monte1 cargando un costal de ayahuasca2. Sentado al borde del río, corta la liana en pedazos de veinte centímetros de longitud y con un martillo los golpea contra un tronco que ha colocado en el suelo. Los tallos que machaca son las ramas menores de una planta de tres años de edad, cuyo tronco principal tiene diez centímetros de diámetro. El nieto de Pedro, que mira atentamente, entra en la casa y sale con una bolsa que contiene hojas de chacruna3. "Ahí está su compañera de la ayahuasca -señala Pedro-. Si no se le pone chacruna, no marea". Luego mete todos los ingredientes -la chacruna, la ayahuasca y el agua- en una gran olla que pone al fuego. "Tiene que hervir fuerte". Cuando sólo queda una pequeña capa de espeso líquido sobre la base de la olla, Pedro lo cuela y lo guarda en una botella de plástico. Ha quedado menos de un cuarto de litro, pese a que ha empleado unos veinticinco litros agua para cocinar tres o cuatro kilos de materia vegetal. Se sienta con la botella en la mano y la mira, concentrado; al tiempo se fuma un cigarro y sopla débilmente una melodía en la boca de la botella. Le pregunto si la ayahuasca una vez cocinada se puede conservar. "No se malogra ni pierde la mareación4, puede durar años". Desde hace casi medio siglo Pedro Pérez toma ayahuasca. "Mi papá me dio de tomar la purga cuando tenía quince años y desde entonces le estoy dando". Pero no es lo mismo tomar ayahuasca que curar; curar es un conocimiento que se adquiere tras un exigente aprendizaje. Por eso no fue sino hasta los 27 años que curó por primera vez a un paciente. Desde entonces ha curado a indígenas y mestizos en todo el río Pisqui, a orillas del cual está Vencedor, el pueblo en el que vive.
Los maestros de los palos
Decenas de etnias de la Alta Amazonia se valen de la ayahuasca para curar, aunque resulta imposible determinar quién y cuándo hizo este asombroso hallazgo y cómo se extendió en la región. Pero hay cuentos muy bonitos y Pedro sabe uno que explica cómo los shipibos adquirieron este conocimiento. "Cuando no existía ayahuasca había un gran médico que había dietado con todos los palos5 del monte. Así se había hecho muy sabio. Un día el médico subió al cielo y le dijo al Señor Jesucristo que quería vivir allá arriba, con Él. Pero el Señor no le dejó y le mandó de vuelta a la Tierra. Un día el hombre salió de su casa y se fue al monte, pero no regresó. El hijo salió a buscar a su padre y se lo encontró al pie de un árbol con los brazos elevados en cruz, transformándose en ayahuasca porque así el Señor lo había querido. Su pelo era ya ayahuasca, y de las puntas de los dedos también le salían ayahuascas. Cuando un mes más tarde, el hijo volvió a visitar al padre, al gran sabio, éste se había convertido completamente en ayahuasca".
Los shipibos ocupan desde mucho antes de la llegada de los españoles las riberas del río Ucayali y varios de sus afluentes, en la selva peruana. El Ucayali constituyó desde la época precolonial la más importante vía de comunicación entre la selva y Los Andes. Se trata de un territorio ubérrimo, privilegiado por los ricos sedimentos que arrastra el río desde la joven cordillera. Los cronistas y viajeros de siglos pasados se admiraban de la riqueza animal y vegetal de la región, aunque en la actualidad esa exuberancia pende de un hilo. En las últimas décadas, el río ha sido colonizado por decenas de miles de mestizos de otras partes del Perú, al tiempo que la población shipiba se multiplicaba. La presión demográfica, atizada por la quimera de la economía de mercado, el poder seductor del dinero y la fiebre del desarrollo, han conducido a la deforestación y la escasez de caza y pesca. En vías de desaparición está una forma de vida sin dinero, sin jefes, sin horarios, sin acumulación, de fecunda naturaleza; en peligro están una medicina y unos médicos que han superado el paso de los siglos pese a diversas persecuciones religiosas, primero de católicos españoles y, desde el siglo XX, de evangélicos estadounidenses. Pero este conocimiento, transmitido de generación en generación desde tiempos inmemoriales, se resiste a ser desplazado por la pastilla y la bata blanca.
Como Pedro Pérez, su cuñada Justina Serrano también es una mujer menuda. Nació en Vencedor hace 49 años, cuando el río era silencio. Entonces no había pueblos de mestizos, ni motores peke-peke6, ni haciendas ganaderas, ni los aserraderos que hoy jalonan las orillas. Con 21 años tomó ayahuasca por primera vez. "Yo estaba bien enferma, casi me muero. Mi tío era médico y me sanó. Y me dice: la mujer aprende rápido. Entonces me animó". Justina decidió tomar el camino de la medicina vegetal y empezó a dietar. Durante varios meses, quien quiera aprender tiene que respetar un severo régimen alimenticio, abstenerse de mantener relaciones sexuales y sociales, y evitar trabajos arduos. "Echada en la cama... En cuatro meses yo no he comido sal, ni azúcar, ni plátano maduro. Pescado boquichico7 nomás... Asadito. Cuando cumplí cuatro meses ya salí de la cama". Al tiempo que se somete a estas restricciones, es preciso dietar con una planta maestra; en infusión, en vaporización o fumada, durante varios meses la planta pasa a formar parte físicamente de la cotidianidad del aprendiz, de la aprendiza. Para los shipibos el mundo tiene una naturaleza material y una espiritual: personas, plantas, animales, incluso accidentes geográficos están dotados de espíritu. La ayahuasca es una llave a este mundo espiritual; cuando se dieta con una planta y se toma ayahuasca, el maestro de esa planta, su espíritu, se aparece en la mareación para entregar su poder, su conocimiento sanador. A lo largo de su vida Justina ha dietado con distintas plantas. "Cada planta tiene bastante poder, bastante energía. Cuantas más plantas dietas, más conocimiento tienes. Cuando se cura al enfermo los maestros de esas plantas vienen y nos ayudan".
El canto del meraya
Marido de Justina y hermano de Pedro, César Pérez fue el último de los tres en aprender a curar, a mediados de los ochenta. Explica que bajo los efectos de la ayahuasca los espíritus aliados les visitan para detectar el mal del enfermo y entregar la medicina adecuada: los cantos. Desde que comienzan a sentir los efectos de la mareación hasta que éstos remiten, los médicos pasan varias horas cantando. Cada noche el canto es distinto. "El canto es la medicina -explica César-. La planta enseña el canto. Cuando pasa la mareación no sabes qué has cantado, pero en mareación de ayahuasca has cantado bien lindo. Has visto. Por eso cuando baja la mareación ya no puedes cantar". Más allá de una melodía, el canto aparece en la mareación como fuerza activa, energía sanadora, como una imagen tangible dotada de materialidad.
César se considera a sí mismo un onanya, una de las tres categorías de chamanes que manejan los shipibos. Onanya significa literalmente "el que conoce", y es un grado inferior a meraya, "el que encuentra". Existe consenso entre los médicos shipibos de hoy en día: ya no quedan meraya. Estos hombres seguían estrictas dietas aislados en el monte por temporadas prolongadas. "Se hacían su casita lejos de todos -explica César-. Nadie los veía. La comida se la entregaba una niña, que no tenía relación sexual, porque ellos no podían tener relación". Sus poderes eran extraordinarios: "Podían ir tras el alma de los muertos, cogerla y traerla de nuevo al cuerpo. Ellos podían volar, cuerpo y alma. Pero ya no existen. Ahora hay chamanes como nosotros, que curan. Y hay muchos mentirosos", ríe estrepitosamente. La tercera categoría es la de yobé, que se puede traducir como brujo, que usa su poder para hacer mal.
Si no tiene pacientes que curar, Atilio Mori, el cuarto y más joven médico de Vencedor, sólo toma una vez al mes. "Para defender mi poder, porque a veces hay un brujo que te quiere joder". Cuenta que a veces vienen espíritus malos. "Le botas de ahí de tu lado. Te transformas en cualquier cosa y le mandas tus defensas". Atilio comenzó a tomar en el año 95; su maestra fue Justina. "Yo quise aprender porque a veces mis hijos se enferman. Para no buscar a los médicos". La primera persona a la que curó fue su hija. "Tenía vómitos, diarrea, el estómago hinchado. Le cutipó una anguila". Cutipar es una de las formas de enfermar que se contempla en la medicina shipiba; el espíritu de un animal o un vegetal puede hacer enfermar a una persona. "Yo pasé cerca de una anguila muerta y la olí. Luego vine a casa y eso se lo pasé a ella". Cuando tomaba la ayahuasca, Atilio veía como el espíritu de la anguila estaba haciéndole mal a su hija. "Con el canto se va sacando", dice. Aquella vez tomó seis noches seguidas. Su hija se sanó.
El poder de la purga
El viernes hay ceremonia en casa de Atilio. A las siete comienzan a llegar los pacientes, que traen sus colchas y las extienden en el suelo, formando un círculo que empieza y tiene su fin en el médico. A las ocho sirve un poco de ayahuasca en un vasito que me alarga después de icararlo. "Si te falta me dices". Lo apuro de un trago. Me tiendo de espaldas y espero a que la sustancia haga su efecto. Al rato Atilio me pregunta: "Carlitos, ¿estás mareado?" "Todavía no". "Si te falta me dices". Un poco más tarde llegan los cantos; Atilio está conectando ya con sus aliados. Primero son sopladas rítmicas, levemente melódicas; poco después el chamán entona un primer canto, tímido aún.
Comienza entonces a actuar la planta. Los cambios se producen a dos niveles. Por un lado el pensamiento se modifica, se eleva, deja atrás el cuerpo y se sumerge en un mundo de imágenes. Las ideas cobran otro valor, los buenos propósitos se deshacen de sus mezquinos lastres, el amor y la bondad se elevan en toda su pureza y se presentan como metas alcanzables y necesarias. El yo -este espíritu, esta mente, este cuerpo que soy yo-, aparece por fin claro en toda su fuerza, consciente de sus poderes y debilidades. El alma se libera de su oscuro y profundo encierro y vuela por un mundo de plantas y flores. Pero el cuerpo... La actividad de la planta es asombrosa. No es simplemente una medicina; quizás sería más preciso decir que es un médico, un invitado al cuerpo que examina cada conducto, expulsa aire y vacía el aparato digestivo, masajea con frío y calor, abre los pulmones con bostezos, produce temblores cuyo fin tal vez sea el de sacudir cada célula, tensar y soltar cada órgano. No es casualidad que los médicos se refieran a esta bebida como "la purga".
Ayahuasca es una medicina fuerte, administrada por un hombre que se ha preparado para hacerlo, y que cuida al paciente postrado en una debilidad muscular generalizada y, por momentos, en un malestar físico notable. Una sesión puede ser bonita pero también puede ser dura. Un médico puede ser bueno pero también puede ser malo.
Atilio continúa cantando sin parar durante horas, excepto por breves pausas en las que pregunta a los circunstantes por su estado. La oleada de la ayahuasca parece ceder pero entonces Atilio regresa a sus cantos y se abre de nuevo ese mundo algodonoso, suspendido, flotante, al que me aboco con grandes bostezos. Es la última entrada. Los demás pacientes, que han dormitado toda la ceremonia, se van desperezando poco a poco; ninguno de ellos ha tomado ayahuasca. "Así es que tú no necesitas moverte para curar -le pregunto a Atilio-. Tomas la ayahuasca, vas al mundo de los espíritus, ves lo que tienen y con tus cantos vas curando". Atilio asiente. Le agradezco su cuidado: "Parecía que ya se bajaba pero con tus cantos y nuevamente se abría el mundo. Ha sido muy bueno. Gracias". "Sí, Carlitos. Yo te he cuidado", alza los brazos formando una cúpula protectora. Unos minutos más tarde, la sesión concluye con unas sopladas de tabaco; los pacientes se dirigen a sus casas. La noche es fresca y oscura; el cielo está plagado de estrellas. Los pobladores de Vencedor duermen tranquilos: mañana habrá plátano y pescado en la mesa, tienen un techo sobre sus cabezas, y médicos para devolverles la salud.