El Gobierno federal australiano, encabezado por el laborista Kevin Rudd, planea crear un vertedero de desechos radiactivos en el Territorio del Norte, donde más de una cuarta parte de la población está constituida por aborígenes.
El efecto del anuncio no se ha hecho esperar. "No podremos ir al campo y contar historias; no podremos ir al campo a bailar, a pintarnos nuestros cuerpos y a realizar los actos ceremoniales que, como aborígenes, estamos obligados a hacer en nuestras tierras", declaraban esta semana algunos de los futuros damnificados a la BBC.
Otros, en cambio, como la líder de la comunidad nagpa, Amy Lauder, creen que el proyecto generará empleos e inversiones en la zona.
Resulta difícil saber si la líder está pensando en el bajo nivel de vida que acompaña a los aborígenes australianos (con una esperanza de vida muy por debajo de los blancos) y en la posibilidad de construir hospitales, centros de enseñanza y carreteras o en los 9 millones de dólares que se embolsará su comunidad en subsidios gubernamentales, pero lo cierto es que sus declaraciones han roto el consenso que hasta ahora mantenían los aborígenes y las ONGs ambientalistas en Australia.
Algunas organizaciones han acusado esta semana al lobby verde de "poner sus vidas y las esperanzas de sus hijos en peligro por intentar bloquear el desarrollo en las tierras aborígenes", relacionando el vertedero con otros proyectos que el Gobierno central no ha podido llevar a cabo por la presión de los ambientalistas. Puede que la mayor parte de las familias aborígenes no deseen tener cerca el vertedero, pero sí son proclives a todo lo que esta obra traerá detrás.
Algunos analistas creen que las ONG medioambientales se han quedado atrás en el debate que se está generando dentro de los propios aborígenes, que buscan una mejor calidad de vida para sus descendientes sin perder sus raíces culturales. Los primeros se encierran en lo que consideran una "pérdida de valores" mientras los aborígenes responden que quizá deberían ellos mismos decidir cuáles son esos valores.
Unos y otros han dado pie al ministro de Medio Ambiente, Peter Garrett, para cuestionar la alianza tradicional del pueblo aborigen con los defensores del medio ambiente. "Es simplista pensar que siempre habrá un alineamiento automático de puntos de vista entre los dos grupos, e incluso yo sugeriría que nunca lo ha habido", declaraba esta semana al diario The Australian.
Sin embargo, la opinión pública nacional continúa siendo hostil a cualquier asunto relacionado con la política nuclear. Australia posee las mayores reservas de uranio del planeta pero no tiene ninguna central nuclear y el único reactor en funcionamiento, el OPAL, está consagrado a fines investigativos.
En el vertedero se contemplan residuos de baja actividad, como los provenientes de los hospitales, pero también de una actividad radiactiva intermedia. Por eso algunas familias lo ven como una profanación de sus tierras sagradas y también, claro, como un peligro medioambiental.
La administración anterior, comandada por el conservador John Howard, ya tuvo que dar marcha atrás a un proyecto parecido. Entonces, la campaña Irati Wanti ("dejen el veneno") de las mujeres aborígenes kungkas detuvo la construcción de un vertedero por vía judicial después de que las organizaciones ambientalistas movilizasen a la opinión pública nacional e internacional sobre los perjuicios que ocasionaría la obra tanto a nivel cultural como medioambiental.
Una alianza, aborígenes-ambientalistas, que está en horas bajas y cuyo deterioro provocaría, sin duda, inconvenientes difíciles de resolver para las dos partes cuando compartan enemigos y reivindicaciones.
El Gobierno de Rudd, por su parte, intentará continuar con un proyecto que había descartado en su programa electoral pero que ha tenido que retomar ante las presiones de las organizaciones sociales de Argentina, país al que Australia tenía pensado enviarle los residuos en virtud de un acuerdo (secreto e inconstitucional, según advierten en el país suramericano) firmado en 2001 entre INVAP, la empresa argentina que construyó el reactor australiano OPAL, y ANSTO, la organización australiana que lo gestiona.