El presente documento hace parte de las reflexiones presentadas por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), Colombia, en su “Informe Nacional de Desarrollo Humano 2003 (INDH), El Conflicto, callejón con salidas”, que a lo largo de sus cuatro grandes partes, compuestas por 19 capítulos, aterriza a los lectores en la realidad que viven indígenas, afrocolombianos, campesinos, niños, mujeres, ancianos, y en general la población civil en medio de la agudización, expansión y degradación de un conflicto armado que nos ha desangrado por más de 40 años.

Es así como se abordan temáticas tan importantes como: 1) La interpretación comprensiva sobre le carácter, dinámica y expresiones esenciales del conflicto armado en Colombia; 2) Un análisis de la relación entre el conflicto armado y el desarrollo humano; 3) Una descripción –con algún detalles- de las políticas, programas o medidas concretas que, a la luz de lo anterior, serían más útiles para atenuar o corregir los daños y facilitar la solución del conflicto armado y; 4) El papel que podrían desempeñar el sistema cultural -sistema educativo y medios de comunicación— y los actores distintos del Estado colombiano —sociedad civil y comunidad internacional— en la construcción de soluciones.

Es por esto que el PNUD, decidió dedicar este Informe al problema acuciante del conflicto armado, ya que, como lo dice el Secretario General de la ONU, Kofi Annan “La tarea esencial de la ONU es velar por la seguridad humana”.

A partir de 1996, la expansión y degradación del conflicto en los 46. 530 km2 del Chocó fue concomitante con la titulación colectiva de la propiedad a comunidades afrodescendientes en 47 de 93 territorios del Pacífico colombiano. La expansión y degradación ha afectado a todo el departamento a pesar de que 45,2% de sus 410 mil habitantes (b) se concentra en tres ciudades (Quibdó, Istmina y Riosucio) y no ha distinguido entre los afrocolombianos (90%), los mestizos (6%) y los indígenas (4%).

La diócesis de Quibdó lo dijo sin rodeos: en el Chocó hay una disputa territorial entre grupos insurgentes y grandes capitales. Legales e ilegales, se subraya en este Informe. Unos y otros quieren obligar a la población a tomar partido en la confrontación armada, niegan la vida de quienes les contradicen, y destruyen la cultura y la convivencia tradicional de las comunidades.

Es una disputa por negocios como un posible puerto de aguas profundas en el Golfo de Tribugá y cultivos ilícitos, o por corredores geoestratégicos para megaproyectos transnacionales y el comercio clandestino de narcóticos y de armas.

El Chocó seduce a los grupos armados como cazadores de rentas. Según la Defensoría del Pueblo, el departamento aporta al país 69% de la pesca marítima, 70% de la materia prima para la industria pulpera, 42,2% de la madera aserrada, 8,1% del platino, 18% del oro y 13,8% de la plata. En el Chocó se localizan yacimientos estratégicos para las industrias siderúrgica, electrometalúrgica y aeroespacial y para la producción de energía nuclear como bauxita, manganeso, cobalto radiactivo, es-taño, cromo y níquel. Son negocios que se suman a la extracción intensiva para exportación de tagua, quina, pieles y raicilla del siglo xix; a la explotación minera de la estadounidense Chocó Pacífico en la región del San Juan durante el siglo xx; a la pesca artesanal de especies de aguas someras como el camarón, o a los bosques intervenidos con agricultura migratoria al despuntar el tercer milenio, según Fenalco.

La del Chocó es una disputa armada que ha enseñado geografía a punta de titulares de prensa. Ayer, desde Carmen de Atrato, Lloró y Bagadó (en el alto Atrato y el Andágueda); hoy desde Condoto, Istmina, Novita, Sipí, San José del Palmar, Litoral de Lloró y Litoral de San Juan (en el alto, medio y bajo San Juan). Mañana desde el litoral Pacífico, a partir del bajo Baudó hasta Bahía Solano, pasando por Nuquí y alto Baudó.

La otra semana desde Juradó, en límites con Panamá, donde las FARC tienen su punto de llegada en el corredor que comunica a Antioquia con el mar, utilizando los ríos Jiguamiandó y Salaquí. Quizá, en quince días, desde los límites de Riosucio y Mutatá en donde hacen presencia las AUC, según el Observatorio para los Derechos Humanos y el Derecho Internacional Humanitario de la Vicepresidencia de la República. O en un mes, desde los límites del Chocó, Risaralda y Valle donde se mueven los frentes Hernán Jaramillo y Benkos Biohó del ELN, o desde la ensenada de Utría que, según las autoridades, es territorio de la llamada Resistencia Cimarrón. O tal vez, desde los alrededores de San José del Palmar por donde opera el ERG, o desde el valle del río San Juan, influenciado por el Bloque Calima de las AUC.

Los ríos han sido el eje del poblamiento, la explotación del suelo, la vida productiva y la identidad social colectiva, pero hoy los navegantes desconfían o sienten miedo porque en las lanchas y canoas no se transportan sólo los pregoneros de saberes, bienes y servicios tradicionales sino también estafetas de secuestradores, sobrevivientes de masacres, pirómanos de camiones y de bosques, y los enemigos de quienes los fuerzan a ser sus amigos. Las masacres, asesinatos se-lectivos, amenazas de muerte, ocupación de sus territorios y la destrucción de sus bienes y enseres por parte de grupos armados, o bombardeos, atropellos e inacciones de la fuerza pública, provocan desplazamientos o rupturas de densas redes familiares y formas asociativas que caracterizan a las comunidades afrodescendientes.

Hay retenes que se erigen como el Muro de Berlín sobre suelos aluviales ricos en yacimientos minerales metálicos y no metálicos franqueando el paso a mineros artesanales que no conocen fusiles sino bateas, almocafres, barretones, mates y canaletes. Hay bloqueos fluviales que echan a perder el comercio de plátano, arroz, caña, maíz, banano, borojó y chontaduro.

Hay hostigamientos y enfrentamientos que expulsan a los nativos y, por tanto, agravan la tala intensiva e indiscriminada de los bosques causada por empresas que por sobre-explotar especies maderables, desincentivan el aprovechamiento sostenible de la diversidad existente y no aportan conocimiento y tecnología para mejorar los usos domésticos tradicionales.

La inseguridad disminuye la ventaja comparativa de ser la región costera colombiana a la que más se acerca la corriente de Humboldt proveniente del sur, cargada de nutrientes, alimentos y recursos transzonales de alto interés comercial. La inseguridad vulnera el potencial socioeconómico del ecoturismo en Nuquí, Bahía Solano, Acandí y Ungía, en donde los nativos y múltiples actores regionales han encontrado opciones de desarrollo en el Parque Katíos, Capurganá y Sapzurro.

Y con inseguridad se ponen también en riesgo los cuatro corredores ambientales detenidos en el plan de desarrollo departamental como áreas de manejo especial por sus características económicas, ambientales y sociales: Darién-Katíos, Farallones del Citará, Serranía de los Paraguas y Parque Natural de Utría, según el Ministerio del Medio Ambiente.

El conflicto armado enrarece el ambiente político y social requerido para los consejos comunitarios que, por mandato constitucional y legal, son hoy nuevos actores político-administrativos con territorio, población y recursos. Éstos están investidos como máxima autoridad en 36% del territorio chocoano.

Las urgencias de la confrontación bélica no han deja- do espacio para crearles —mediante la ley orgánica de ordenamiento territorial— un régimen especial que, a juicio del Ministerio del Interior, es necesario para su fortaleza institucional, el cumplimiento pleno de sus atribuciones, la participación en los ingresos corrientes de la nación y la capacidad de interlocución con el Estado central, bajo la figura de un Estado unitario.

Mención especial ameritan las comunidades de paz que, con el apoyo de organizaciones nacionales e internacionales, retornaron a sus territorios con un claro compromiso de neutralidad y transparencia en sus relaciones con los actores armados y la fuerza pública. El retorno y permanencia de algunas de estas comunidades no ha estado exento de traumas y tensiones desde su conformación en 1977 (San José de Apartadó y San Francisco de Asís), en 1998 (Natividad de María) y en 1999 (Nuestra Señora del Carmen). Entre 1996-2002, no menos de 106 de sus integrantes fueron asesinados y 19 desaparecidos, muchas viviendas quemadas, varias escuelas cerradas y bloqueadas las vías de comunicación para vulnerar su seguridad alimentaria. Un ejemplo de presión son las bases paramilitares instaladas en San José de la Balsa, la cuenca del Cacarica, Tumaradó y otros puntos del Atrato (Resolución Defensorial n° 25).

Con excepción del desplazamiento, no existen registros sistemáticos sobre actos de violencia política contra los afrocolombianos. De acuerdo con la RSS, 18% de los desplazados entre enero de 2000 y junio de 2002 eran afrocolombianos. Otra fuente, el Sistema de Información sobre Población Desplazada por la Violencia (RUT), de la Conferencia Episcopal de Colombia, considera que en el período 2000-2001, 43% de los desplazados pertenecían a esa etnia, pero el RUT tiene una cobertura menor que la RSS.

La población afrocolombiana ha sido tradicionalmente pacífica y es refractaria al encuadramiento que pretenden imponerle los armados. Se resiste al sectarismo político en mayor medida que los blancos y mestizos. Es explicable, en consecuencia, que prefiera abandonar sus asentamientos, antes de someterse a las presiones y exacciones de tales grupos.

* Para una visión integral del impacto del conflicto en las comunidades afrocolombianas se recomiendan las memorias del Foro El Chocó también es Colombia, marzo de 2003, de la Fundación Hemera, con el apoyo de la Embajada de Suecia y la OIM.

(a). Director ejecutivo de la Fundación Hemera.

(b). Cifra ajustada según censo 1993.

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