Hace siete u ocho años caminé la posible ruta de la carretera Panamericana entre Chigorodó, Urabá y Yavisa ,Panamá. Entre esos dos puntos habrá 150 kilómetros, de los cuales faltan 25 para unir las dos puntas. El problema es que parte de este último trayecto atravesaría el Parque Catíos, declarado por la Unesco patrimonio de la humanidad en razón de su gran riqueza ambiental.

  

Numerosas organizaciones mundiales defensoras de flora y fauna se han opuesto con mucha fuerza y poderosos argumentos a la construcción de la vía. Es más, ni a los EE.UU. ni a nuestros vecinos centroamericanos les gusta la idea. A los gringos porque facilitaría la migración hacia el norte, y a los segundos porque colombianizaríamos la región; un alto cacao panameño dijo que la construcción de la carretera equivaldría a que el país recuperara a Panamá. Por mi lado, sostuve una agria discusión con el sacrificado Guillermo Gaviria, porque yo consideraba que romper el llamado Tapón del Darién no sólo acabaría con el parque, sino con las comunidades negras y mestizas. 

 

Toda vía valoriza la tierra y, por tanto, estimula la concentración de la propiedad y la expulsión de colonos y campesinos. Sin embargo, estaba lejos de imaginarme que a la vuelta de pocos años, los paramilitares habrían de sacar a la gente y repoblado con sus fieles la región. En las cuencas de los ríos Cacarica, Salaquí y Juradó, zonas por donde pasaría la Panamericana, los Castaños “limpiaron” la región, terminaron por saquear los cativales y se posesionaron de las mejoras hechas a punta de hacha por los pobladores.

 

Hoy, la construcción de la carretera es un proyecto que los presidentes Uribe y Torrijos están a punto de convenir. Para los antioqueños es un antiguo sueño; para los panameños, un temor superado después del Plan Puebla Panamá que Uribe quiere prolongar hasta el Putumayo. Los días de vida del Tapón están contados y sin duda alguna su destrucción total sería el proyecto estrella de la reinserción, cocinada a espaldas del país en Santa Fe de Ralito.

 

En la práctica, el proceso de sustitución de las ya entresacadas selvas del Darién por cultivos de palma aceitera y ceiba tolúa ya está en marcha. A los nuevos terratenientes no les interesa exactamente la propiedad sobre la tierra; su estrategia es el control del mercado; no se afanan por el título, que consideran una mera formalidad al comprobar día a día que la fuerza de hecho es la verdadera interpretación de la ley cuando predomina la impunidad. La palma es el cultivo por excelencia del nuevo modelo. Todo está calculado para que la agricultura por contrato se imponga y la nueva clase se afiance a costa del trabajo campesino. En este sentido, no hay excepción posible.

 

Dado que la oferta es lo que llaman inelástica, la parte del león, la controlan los grandes empresarios que refinan –no que extraen– el aceite.

 

Los parceleros terminarán trabajando por salarios inferiores a los legales, pues quedarán endeudados después de siete u ocho años que tarda en dar sus primeros frutos comercializables la susodicha palma y porque los grandes empresarios pondrán el precio que convenga a sus intereses. Los terratenientes ya han reconvertido la ganadería extensiva y el saqueo forestal en grandes empresas comercializadoras de aceite de palma y de madera. La carretera Panamericana es la herramienta de este proceso, que tampoco traerá la paz”.

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