La semana anterior y de manera un tanto privilegiada, publicamos el texto de la renuncia del Director de la Dirección de Etnias del Ministerio del Interior, Jesús María Ramírez. Más allá de ocuparnos de los nombramientos y renuncias de funcionarios del presidente Uribe, nos interesa sobremanera este caso, primero, por tratarse de la entidad que encarna las políticas para dichos grupos y segundo, por los términos de dicha renuncia, el cual nos permite abordar en principio varias situaciones: 1) Los palos de ciego de la Fiscalía, que al igual que en otras ocasiones lo ha hecho contra dirigentes políticos y sociales, presentó en este caso a los dirigentes indígenas de la AIC como “defraudadores de los recursos de la salud de los indígenas en beneficio de paramilitares” -en medio de un gran show publicitario-, para luego tener que dejarlos en libertad por falta de pruebas, sin que se produzca rectificación alguna, 2) la “raquítica” institucionalidad del Estado para responder a las demandas de los grupos étnicos, 3) la constante de violación de los derechos humanos de miembros de comunidades indígenas y negras y la indolencia de la fuerza publica para protegerlos, 4) las manifestaciones de corrupción de funcionarios y algunos dirigentes indígenas y negros que despilfarran los recursos de transferencias o de fondos educativos destinados a miembros de sus comunidades y 5) la sistemática pérdida de territorios de fronteras alejadas, mientras saquean y destruyen nuestros recursos naturales.

 

No vamos a tocar en este escrito el tema de la Fiscalia y el tema de fronteras, que serán motivo de próximos artículos. El primer tema, por la cantidad de denuncias de detenciones arbitrarias a que han sido sometidos lideres indígenas y miembros de muchas comunidades, principalmente en el sur del país; el segundo, por el interés que suscita la situación de los Pueblos Indígenas ubicados en las fronteras y que en muchas ocasiones se encuentran en situación de desplazamiento.

 

Pero si hay algo que nos preocupa en el texto de renuncia de Jesús Ramírez, es el reconocimiento de que “la actual institucionalidad resulta raquítica para atender a las demandas de los grupos étnicos, velar por sus derechos y coordinar de manera adecuada la acción del Estado”. Esa institucionalidad raquítica se expresa en una reducida planta de funcionarios –13 personas-, para atender las demandas de un millón de indígenas, cerca de 10 millones de afros, 30 mil raizales y aproximadamente 3 mil gitanos, distribuidos a todo lo largo y ancho de la geografía nacional. Se expresa en el bajo perfil de la Dirección de Etnias, en la práctica una División del Ministerio del Interior, que tiene por encima la jerarquía del Viceministro del interior, del Secretario del Despacho y del Ministro del Interior, desconociendo lo plasmado en el Plan Nacional de Desarrollo que le daba el estatus de Consejería a la entidad responsable de atender los asuntos de las etnias.. Y se expresa además en un exiguo presupuesto, que sin incluir los recursos para cubrir la nomina de los funcionarios, muchos de los cuales están allí porque los cogió el retén social, cuenta para este año con unos 580 millones de pesos, 130 para atender demandas de comunidades negras y 450 para cumplir obligaciones del Estado relacionadas con la masacre  del Nilo.

 

Por supuesto que los recursos de esta Dirección no son los únicos que el Estado asigna a los Grupos Étnicos, pero surge entonces el interrogante: ¿Qué papel tiene esta entidad que maneja la política, si no cuenta con los recursos para su implementación? Por eso no compartimos el interés de algunos sectores en personalizar el debate, calificando la actuación o la conducta de un funcionario. Creemos, recogiendo las declaraciones hechas públicas por el presidente de la ONIC con posterioridad a la renuncia, que el problema es más de fondo y tiene que ver con la carencia de una respuesta institucional, coherente, con disponibilidad de recursos y con estructuras competentes, capaz de satisfacer las demandas de las diferentes etnias y de dar cumplimiento a los compromisos suscritos por el gobierno colombiano frente a dichos pueblos.

 

Preocupa en el escrito el reconocimiento de una situación precaria de los derechos humanos, principalmente de negros e indígenas, “...por las manos criminales de paramilitares y guerrilleros. Porque creo que la fuerza pública no hace lo suficiente para protegerlos. Porque tiemblo cuando leo sobre la paramilitarización de este país”. No es extraño para este medio esta aseveración, pues cada semana asistimos y reseñamos con pesar y rabia estos hechos. Lo grave es el llamado de atención que hace el Señor Ramírez sobre la indolencia de la fuerza publica para proteger a comunidades indefensas. Y no se trata de esgrimir cifras, datos estadísticos sobre la disminución o aumento de dichas violaciones. Se trata es de la urgencia de implementar una política integral en materia de derechos humanos para los grupos étnicos, que como resultado del incremento del conflicto armado en sus territorios, les afecta de manera particular. Posiblemente las cifras en materia de homicidios e incluso de desplazamiento forzado han disminuido. Pero ello no significa que la situación de derechos humanos de las comunidades haya mejorado. En el caso de los cuatro pueblos indígenas de la Sierra la situación es particularmente grave y comunidades como los Arahuacos y los Kogui que no eran víctimas de la acción directa de los actores armados e incluso del Estado, hoy padecen una crisis humanitaria de grandes proporciones, sus comunidades son asediadas constantemente por los actores armados y confinados en sus territorios, sin posibilidades de acopiar productos básicos y de primera necesidad, siendo cada vez más vulnerables a todo tipo de enfermedades, principalmente la tuberculosis.

 

Lo que evidencia esta nueva realidad es un cambio de estrategia en esa política de asedio, control territorial y en ocasiones aniquilamiento de algunas poblaciones indígenas, política en la cual han coincidido malignamente paramilitares y guerrilleros, ante la mirada indolente del Estado, tal y como se deduce del escrito de renuncia. Por ello, el reconocer como legitimo el “espacio para la resistencia civil y desarmada y que la misma es una opción válida para los pueblos indígenas y demás sectores sociales organizados que la abracen con sinceridad” es una expresión de respeto para unas comunidades, en las cuales el Estado ha reconocido su prerrogativa para la defensa en el control propio de sus territorios. No cesaremos en afirmar que una acción drástica del gobierno en las Mesas de Negociaciones de Santafé de Ralito frente a la responsabilidad de los paramilitares en los crímenes cometidos contra los indígenas principalmente en la Sierra Nevada y la Guajira en el ultimo período, debería tener como consecuencia lógica una disminución ostensible de dichas violaciones. Mientras el gobierno no asuma una posición de defensa de la integridad y vida de las comunidades indígenas de esta región, serán tan responsables como los grupos paramilitares de las violaciones cometidas.

 

El otro tema que preocupa es el relacionado con las manifestaciones de corrupción de funcionarios y algunos dirigentes indígenas y negros que despilfarran los recursos de transferencias o de fondos educativos destinados a miembros de sus comunidades. Este es un tema que a nadie debe escandalizar. Asumir la defensa de los derechos de los grupos étnicos no significa en modo alguno desconocer sus defectos y vicios, los cuales adquieren visos de corrupción en muchas ocasiones, tal  y como lo han reconocido muchos dirigentes. Estas prácticas, aprendidas en muchas ocasiones de la clase política tradicional, tiene dos manifestaciones: una, como resultante del manejo de recursos de transferencias –Sistema General de participaciones-, que colocó en la mayoría de los casos a lideres indígenas sin ningún tipo de formación en la administración publica a administrar recursos, los cuales resultaban en muchas ocasiones como una alternativa de solución a problemas de la comunidad, la cual disponía de dichos recursos de acuerde a practicas tradicionales. No siempre fue así, y en muchas ocasiones, lideres aviesos, amparados en “usos y costumbres”, se apropiaron de recursos destinados a satisfacer las demandas de las comunidades, principalmente en regiones del Sur del país y la Guajira.. No obstante, tenemos que asegurar como así lo ha hecho la propia Contraloría General de la Nación, que en la medida que se han venido desarrollando labores de capacitación a los lideres indígenas, el manejo de dichos recursos ha mejorado. No obstante, la prerrogativa de los alcaldes municipales en la administración de los recursos del Sistema General de Participaciones, ha contribuido a la implementación de practicas corruptas en muchas regiones. Son muchos los casos detectados, principalmente en Nariño, Tolima y la Guajira y así lo corrobora las medidas de aseguramiento de las que han sido objeto alcaldes de los municipios de Uribia y Riohacha. El caso de los fondos para la promoción de programas educativos es especial, pues en el caso del Fondo Alvaro Ulcué para las comunidades indígenas, se ha evidenciado que el mismo ha sido utilizado de manera fraudulenta, favoreciendo a campesinos e incluso no indígenas en Nariño, Tolima y algunos departamentos de la Costa Atlántica. En el caso de las comunidades Afrocolombianas, también se ha denunciado una verdadera piñata como lo reseña el Señor Ramírez, favoreciendo los intereses de algunos de sus lideres. El otro tema es el de la representación política a diferentes niveles, el cual en algunas oportunidades nada tiene que envidiarle a las practicas clientelistas para acceder a los espacios de representación popular. Si a esto agregamos esa conjunción en el ejercicio del poder que se presenta en varias regiones, donde se confunden en unos únicos espacios y dirigentes la autoridad del Cabildo, a veces la autoridad de la organización y la autoridad municipal, pues los resultados no siempre son los mejores. Y no lo son, no por la carencia de legitimidad para el ejercicio del poder local, sino por la concentración del “monopolio del poder”, que no permite diferenciar la acción política de la institucionalidad indígena, con la acción gubernamental de la autoridad local.

 

Todos estos elementos, de alguna manera se develan en el texto de renuncia y tienen que plantearnos otros interrogantes que consideramos prioritarios, tanto en la agenda del gobierno como de los mismos grupos étnicos:  ¿Con ese estado del arte planteado a modo de radiografía de la realidad de los grupos étnicos y de la realidad del Estado para acometer esta tarea, cual es el modelo de entidad estatal viable para cumplir estas funciones? ¿Cómo plantear a partir de ahora una relación propositiva etnias–gobierno? ¿Cuál es el perfil requerido para manejar este caballito de batalla? ¿En qué va a quedar el proceso iniciado en la Mesa de Concertación del finales de Julio y para lo cual hay plazos perentorios? El gobierno y las organizaciones de los grupos étnicos tienen la palabra y ojalá lo hagan con la sensatez y la madurez que la sociedad colombiana reclama. Será una buena señal, en tiempos de zozobra. 

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