Un par de dÃas antes de que al norte de América se eligiera al presidente del planeta, al sur de América hubo elecciones y hubo plebiscito en un paÃs ignorado, un paÃs casi secreto, llamado Uruguay. En esas elecciones ganó la izquierda, por primera vez en la historia nacional; y en ese plebiscito, por primera vez en la historia mundial, el voto popular se opuso a la privatización del agua y confirmó que el agua es un derecho de todos.
El movimiento que encabeza Tabaré Vázquez acabó con el monopolio compartido de los dos partidos tradicionales, que venÃan gobernando el Uruguay desde el origen del universo. –Yo creÃa que habÃamos ganado los blancos, pero ganamos los colorados – se escuchaba decir, asà o a la inversa, en cada elección.
Por oportunismo, sÃ, pero también porque después de tanto cogobernar, blancos y colorados se habÃan convertido en un partido único disfrazado de dos. Harta de que le tomaran el pelo, la gente hizo uso del poco usado sentido común. Se preguntó la gente: ¿Por qué prometen cambios y otra vez nos invitan a elegir entre lo mismo y lo mismo? ¿Por qué no hicieron esos cambios si llevan una eternidad en el gobierno? El vicepresidente del paÃs llegó a la conclusión de que este pueblo preguntón no es inteligente.
Nunca se habÃa hecho tan evidente el abismo que separaba al paÃs real de los discursos cazavotos. En el paÃs real, paÃs malherido, donde sólo se multiplican los emigrantes y los mendigos, la mayorÃa optó por taparse los oÃdos ante el discurserÃo de estos marcianos compitiendo por el gobierno de Júpiter con altisonantes palabras venidas de la Luna.
Ninguno de los dueños del poder tuvo la honestidad de confesar: -Estamos jodidos todos ustedes. Hace treinta y pico de años, brotó el Frente Amplio en estas llanuras del sur. "Hermano, no te vayas", exhortaba el nuevo movimientoâ€: "Ha nacido una esperanza".
Pero la crisis fue más veloz que esa esperanza, y aceleró la hemorragia de población que ha vaciado de jóvenes al paÃs. Al fin del sueño de la Suiza de América, empezaba la pesadilla de la pobreza y la violencia. La espiral de la violencia culminó en la dictadura militar, que convirtió a Uruguay en una vasta cámara de torturas.
Después, cuando volvió la democracia, los polÃticos dominantes exterminaron lo poco que quedaba del sistema productivo y convirtieron a Uruguay en un gran banco. El banco quebró, como suele ocurrir con los bancos cuando los asaltan los banqueros, y nos quedamos llenos de deudas y vacÃos de gente. Ahora hasta los dentistas se quejan: "Poquita gente, poquitos dientes".
En todos esos años, de desastre en desastre, hemos perdido una multitud. Los jóvenes son los que más se han ido, a buscar trabajo en otros suelos, bajo otros cielos. Y para más inri, no contento con expulsar a los muchachos, este sistema esclerótico les prohÃbe votar. Uruguay es uno de los pocos paÃses donde no pueden votar los que viven en el extranjero, ni en los consulados ni por correo.
Parece inexplicable, pero tiene explicación. ¿A quién votarÃan esos votos? Los dueños del paÃs sospechan lo peor. Tienen razón.
En el acto final de su campaña, el candidato a la vicepresidencia por el Partido Colorado anunció que si la izquierda ganaba las elecciones, todos los uruguayos serÃan obligados a vestir igual, como los chinos en la China de Mao.
El fue uno más entre los muchos involuntarios agentes de publicidad de la izquierda triunfante. Ni el más sacrificado de los militantes ha hecho tanto por la victoria como los tribunos de la patria que alertaron a la población contra el inminente peligro de que la democracia cayera en manos de tiranos enemigos de la libertad y delincuentes enemigos de la democracia, terroristas, secuestradores y asesinos. Fueron denuncias de gran eficacia: cuanto más atacaban a los diablos, más votos sumaba el infierno.
En gran medida gracias a esos heraldos del apocalipsis, y a su verba tronante, la izquierda ha logrado ganar, en primera vuelta, por mayorÃa absoluta. La gente votó contra el miedo.
También el plebiscito del agua fue una victoria contra el miedo. La opinión pública uruguaya sufrió un bombardeo de extorsiones, amenazas y mentiras. Votando contra la privatización del agua, Ãbamos a sufrir la soledad y el castigo y nos Ãbamos a condenar a un porvenir de pozos negros y charcos malolientes.
Como en las elecciones, en el plebiscito ha vencido el sentido común. La gente ha votado confirmando que el agua, recurso natural escaso y perecedero, debe ser un derecho de todos y no un privilegio de quienes pueden pagarlo. Y la gente ha confirmado, también, que no se chupa el dedo y sabe que más temprano que tarde, en un mundo sediento, las reservas de agua serán tanto o más codiciadas que las reservas de petróleo. Los paÃses pobres, pero ricos en agua, tenemos que aprender a defendernos. Más de cinco siglos han pasado desde Colón. ¿Hasta cuándo seguiremos cambiando oro por espejitos? ¿No valdrÃa la pena que otros paÃses sometieran el tema del agua al voto popular? En una democracia, cuando es verdadera, ¿quién debe decidir? ¿El Banco Mundial o los ciudadanos de cada paÃs? ¿Los derechos democráticos existen de veras, o son las frutillas que decoran una torta envenenada?
Unos años antes, en 1992, también el Uruguay habÃa sido el único paÃs del mundo que habÃa sometido a plebiscito la privatización de las empresas públicas. El 72 por ciento votó en contra. ¿No serÃa democrático plebiscitar las privatizaciones en todas partes, habida cuenta de que comprometen el destino de varias generaciones?
Los latinoamericanos hemos sido educados, desde hace siglos, para la impotencia. Una pedagogÃa que viene desde los tiempos coloniales, enseñada por militares violentos, doctores pusilánimes y frailes fatalistas, nos ha metido en el alma la certeza de que la realidad es intocable y no tenemos más remedio que tragar en silencio los sapos nuestros de cada dÃa. El Uruguay de otros tiempos habÃa sido una excepción. Contra la herencia del no hay caso y del no se puede, y contra la costumbre de confundir el realismo con la obediencia y la traición, este paÃs supo tener educación laica y gratuita antes que Inglaterra, voto femenino antes que Francia, jornada de trabajo de ocho horas antes que Estados Unidos y divorcio antes que España (70 años antes que España, para ser exactos).
Ahora estamos empezando a recuperar aquella energÃa creadora, que parecÃa perdida en la larga noche de la nostalgia. Y nada mal nos vendrÃa tener muy en cuenta que aquel Uruguay de los tiempos fecundos fue hijo de la audacia, no del miedo.
Fácil no será. La implacable realidad no demorará en recordarnos la inevitable distancia que separa lo que se quiere de lo que se puede. La izquierda llega al gobierno en un paÃs roto, que en tiempos muy pasados estuvo a la vanguardia del progreso universal y hoy hace cola entre los de más atrás, un paÃs fundido, endeudado hasta los pelos y sometido a la dictadura financiera internacional, que no vota pero veta. Tenemos un reducido margen de maniobra y movimiento.
Pero lo que en soledad resulta difÃcil, y hasta imposible, puede ser imaginado, y hasta realizado, si nos juntamos con los paÃses vecinos como hemos sido capaces de juntarnos con los vecinos del barrio.
En la primera manifestación de la historia del Frente Amplio, que lanzó un rÃo de gente a las calles, alguien habÃa gritado, entre asustado y feliz, desde la multitud: -¡Apeligramos ganar! Treinta y pico de años después, se dio.
Este paÃs está irreconocible. Del fue al es, del es al será: la gente, que andaba tan descreÃda que ya ni en el nihilismo creÃa, ha vuelto a creer, y cree con ganas. Los uruguayos, melancólicos, quedados, que a primera vista parecemos argentinos con valium, andamos bailando en el aire.
Tremenda responsabilidad para los triunfadores. Para quienes fueron votados, y para quienes los votamos. Habrá que cuidar, como la hoja que cuida al fruto, este renacimiento de la fe, esta refundación de la alegrÃa. Y recordar cada dÃa cuánta razón tenÃa don Carlos Quijano, cuando decÃa que los pecados contra la esperanza son los únicos que no tienen perdón ni redención.