La violencia en los territorios indígenas aumenta día a día. Contra esos 700.000 colombianos que viven, trabajan y defienden su patrimonio cultural y ambiental, la guerra irregular es más bárbara y sangrienta. Cauca y Putumayo, donde la población indígena es predominante, han sido bloqueados por el conflicto; la Sierra Nevada de Santa Marta está paralizada; el Alto Sinú, destrozado; el sur del Tolima, invadido. Hace un año llegaron a Cali 60.000 marchistas pidiendo paz y respeto; hace una semana concluyó en Ibagué otra gran minga exigiendo lo mismo. Los medios reseñan los hechos acentuando el lado pintoresco, para desvirtuar las denuncias. Y la sangre y el dolor siguen su marcha: sólo en el presente año han asesinado 66 indígenas, 11 han sido desaparecidos; miles y miles desplazados y 10 pueblos fumigados con glifosato, según la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC). La historia es larga y se puede ver en el sufrimiento de los kancuamos que habitan en la Sierra Nevada por el lado de Valledupar: en los últimos 12 años han sido asesinados 240 miembros de la comunidad. La pregunta es obligada: ¿Se ha declarado la guerra a los indígenas? ¿De qué guerra se trata? ¿Quién la hace? ¿Qué busca? No se puede uno contentar con la explicación oficial de que lo que pasa es que el terrorismo nos afecta a todos.

 

Hace un año se reunió en Chile el National Intelligence Council (NIC) de Estados Unidos, un organismo especializado en inteligencia estratégica, para pensar en la América Latina del año 2020, que inspira, sin duda, el ambicioso proyecto de Uribe: ‘Visión Colombia II Centenario: 2019’. Cito al NIC: “La emergencia de movimientos indigenistas políticamente organizados puede representar un riesgo para la seguridad regional”, y da ejemplos: Bolivia, Ecuador, México. A Colombia no la incluye, pero dice que el “contagio” puede radicalizar al movimiento indígena en América del Sur hasta convertirlo en una amenaza tan desestabilizadora, como podría ser un “colapso financiero en Brasil” o una “ola de gobiernos antiimperialistas”. El miedo de los expertos tiene nombres propios: Lula, Krishner, Chávez, Evo Morales.

 

Hilando delgado, cabe la muy probable hipótesis de que en Colombia estemos ante una guerra preventiva organizada que busque impedir la radicalización del movimiento indígena. Cierto es que la ONIC acusa de los crímenes a los paramilitares (37,9%), a la Fuerza Pública (24,0%), a la guerrilla (15,2%) y a “otros grupos criminales” sin identificar (22,7%). Pero la guerra irregular tiene una lógica, y el primer objeto de la nuestra es en el campo sembrar el terror para obligar a la gente a desplazarse, y dejar la tierra libre para ser reapropiada. En el caso de los territorios indígenas esta lógica es más cruel y perentoria: ocupan un 20% del país, donde existe buena parte de la oferta ambiental de más alta calidad (agua, bosques, minas), y las autoridades tradicionales tienen jurisdicción sobre ella. Los territorios indígenas están en la mira de los poderes políticos y militares en conflicto y no sólo por la población como recurso estratégico, sino como verdadero botín de guerra. Las minas y la madera ya lo son de hecho, pero muy pronto lo será también el agua. Los territorios indígenas son –por Constitución– inalienables, inembargables e imprescriptibles. Es decir, están por fuera del mercado de tierras y es éste un obstáculo que el capital no tolera. La llamada Ley Forestal, la Ley de Aguas –menos nombrada–, y el TLC tienen cláusulas dirigidas a erosionar o suprimir esas garantías constitucionales. Ni más faltaba, pensarán los padres de estas leyes, que las riquezas que guardan esas tierras las vayan a aprovechar los indios. La ONIC ha denunciado con toda claridad que la política del actual gobierno –para no hablar de los otros– consiste en desmontar los derechos territoriales y desconocer la autonomía indígena, para lo cual “militariza sus territorios, persigue, asesina y judicializa a sus dirigentes, y recorta los presupuestos destinados a las comunidades”.

 

Lo que está sucediendo delante del país, al que se le oculta deliberadamente la tragedia, es el desarrollo de un gran operativo diseñado para destrozar a sangre y fuego los territorios indígenas, base de su autoridad y condición de su futuro.

 

(*) Tomado de: El Espectador

Bogotá, Sábado 3 de Septiembre de 2005.

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