La ciencia, encargada de producir conocimiento y de crear las pautas para el desarrollo técnico y tecnológico, ha sido fuente de debate por parte de los cientÃficos en tomo a su utilización y control. Unos aducen que la ciencia es neutral y que se encuentra al servicio de la humanidad. Otros consideran que no sólo es elitista, sino que sirve a grandes potencias con propósitos polÃticos y económicos.
En realidad, la ciencia y la tecnologÃa han estado asociadas en cada perÃodo histórico al poder y a la dominación. Han servido para transformar el mundo sin que implique el progreso de la humanidad en general; pues también han sido determinantes para la ciencia, no sólo los métodos y las técnicas empleadas, sino los acondicionamientos que sus administradores han ejercido, al igual que las teorÃas que orientan los procesos de las investigaciones.
Penosamente para la humanidad, las transiciones geopolÃticas han implicado a la ciencia en el drama de las guerras. Con seguridad, el mayor desarrollo alcanzado por las élites del conocimiento ha sido en el terreno militar, entre ellos las bombas quÃmicas para la contienda bacteriológica. Veamos un ejemplo que relaciona el desarrollo cientÃfico con el poder, el dominio y la guerra. Los cientÃficos de Estados Unidos crearon un hongo conocido como fusarium oxysporum que, al ser regado en cultivos de coca, destruyen la raÃz y la planta en su conjunto. El gobierno de EU, por medio del Plan Colombia, pretende soltar sobre este paÃs el hongo como arma de guerra biológica contra las drogas, algo similar a las bombas que lanzó sobre Hiroshima y Nagasaki, en 1945, y donde también se levantó un gran hongo mortÃfero.
El fusarium tiene capacidad mutagénica no conocida ni controlada hasta ahora por los cientÃficos, por lo que no sólo acabará con la coca y la amapola sino también afectará la diversidad del ecosistema tropical de las selvas del Amazonas y del Putumayo, y particularmente terminará con todos los cultivos de pancoger de los campesinos e indÃgenas minifundistas: yuca, papa, plátano, maÃz, tomate y frutales. También será letal en la población, cuyas condiciones de salud son deplorables. En resumen, un etnocidio combinado con el mayor crimen ecológico que la potencia pretende realizar.
No es la primera vez que los cientÃficos desarrollan conocimiento para destruir ecosistemas so pretexto de combatir los cultivos de coca, más no la cocaÃna. En 1992, el gobierno colombiano autorizó las fumigaciones de glisofato para "erradicar los cultivos ilÃcitos". La destrucción del ecosistema fue evidente y las enfermedades doblegaron a buena parte de los cultivadores y recolectores de coca. Desde entonces, los cultivos de coca y amapola se han desplazado a otras áreas geográficas y se han duplicado. Campesinos miserables, marginados del adelanto cientÃfico, no han tenido otra alternativa que cultivar lo que de manera irracional le compran los narcotraficantes. Cuando sus cultivos son fumigados con los desarrollo de la ciencia biológica, se desplazan a otras regiones con sus familias, su conocimiento y, lo que es peor, con su coraje de ver aniquilado lo que durante muchos años fue su fuente de ingresos.
En este terreno, la ciencia todavÃa no ha sido puesta al servicio de los agricultores para que les garantice atender sus necesidades básicas. La respuesta de los campesinos cocaleros, es decir, de los no cientÃficos, a tan amplio problema ha sido expresada en sus múltiples manifestaciones: no a las fumigaciones ni a la intervención militar gringa y sà a la erradicación de los cultivos ilÃcitos, siempre y cuando el gobierno les conceda préstamos para sembrar cultivos alternativos en los que se les garantice el mercadeo. El ejemplo fue puesto por 3 mil campesinos de 16 localidades en el Putumayo, al iniciar la erradicación anual de mil 500 hectáreas de coca en la segunda quincena de agosto de 2000.
Para los indÃgenas guambianos y paeces, la coca es una hoja sagrada que nace con ellos, cuya utilidad trasciende las realidades mÃticas, religiosas y culturales, proyectándose a usos medicinales, alimenticios, curativos y de significación social. Los chamanes indÃgenas (psicoterapeuta occidental) "mambean" la coca, algo asà como mascarla, en rituales cuya función principal es mantener la cohesión y el control social del grupo. Esa condición de éxtasis y de reconexión con los espÃritus no es más que la purificación mental y espiritual a través de la meditación con todo un sentido de respeto a la naturaleza y a su población. No en vano la llaman "mama coca", pues es fuente de sabidurÃa chamánica que les permite percibir de manera diferente la realidad, y reordenar su mundo social y familiar.
Todo ello nada tiene que ver con la cocaÃna que consumen los drogadictos del mundo occidental; el pecado es cultivar una planta que usan los narcotraficantes para producir toxinas y alucinógenos tan destructores de vidas como el hongo Marium. Todas las culturas primitivas han utilizado plantas con fines chamánicos, y muchas de ellas continúan con esas prácticas, que no son aceptadas y siempre son condenadas por el etnocentrismo occidental que no cree en espÃritus, ni en lo sobrenatural, ni menos en los contenidos simbólicos de las culturas indÃgenas. Por ejemplo, el peyote en México, el yagé (planta sagrada para la curación, patentada abusivamente por un gringo) y la virola en el Amazonas, la coca en la región andina, y los hongos en otros pueblos. El problema por venir es si el plan de intervención estadounidense va a dar respuestas económicas y sociales a los indÃgenas y campesinos cocaleros. Sin lugar a dudas, esta situación remite a una ecuación entre el desarrollo social, la ciencia y la polÃtica.
¿Los presupuestos, los laboratorios y los cientÃficos estarán dispuestos a invertir en el conocimiento para unos campesinos que carecen de rentabilidad y de capitalización? Aún falta mucho para poner a la ciencia al servicio de la humanidad, de la paz y no de la guerra.
* El autor, antropólogo y sociólogo, es director de la revista Convergencia De ciencias sociales e investigador de la Universidad Autónoma del Estado de México.
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