La rectoría había cancelado las clases y facilitado el campus para alojar hasta el domingo a los miles de indígenas que desde hace más de 8 días vienen marchando desde el Cauca para llegar a la plaza de Bolívar a reclamarle al presidente Uribe que cumpla los acuerdos sobre la propiedad de sus tierras y que no venda las aguas del país.
Precisamente hacia Soacha se dirigían a esa hora los monitores de la Cátedra Manuel Ancizar, y estudiantes de varias las facultades, con el fin de acompañarlos en su caminata a la Ciudad Blanca. La universidad estaba sola y tranquila, pero la capital y el resto del país despertaban convulsionados por el escándalo de las pirámides, inundado por las aguas desbordadas de todos los ríos, y amenazado por el fuego del volcán del Huila.
Antes del medio día el paisaje verde y vacío de la Nacional se fue llenando con una avanzada de hombres vestidos con ruanas y sombreros, que armados con sus bastones de madera, adornados con chumbes de mil colores, se movían con paso rápido y ojo arisco calculando la salida del sol y la dirección del viento para determinar donde se armarían los toldos y carpas para que durmieran hasta el domingo los 10.000 indígenas de la minga. Los edificios de todas las facultades estaban cerrados con llave y la seguridad interna se había reforzado para que todo transcurriera sin contratiempos.
Al tiempo, un grupo de jóvenes y funcionarios de Bogotá positiva, con sus chalecos amarillos, bajaban de camiones vallas metálicas, sanitarios portátiles, furgones para la basura, inmensos cubos de agua, carpas, plásticos y cintas de señalización. Los miembros de la Cruz Roja también se movían entre las motos de la vigilancia interna y los grupos de estudiantes del comité de apoyo que cargaban maderos y varillas para toldar cerca de Museo y al frente del auditorio.
En las entradas de la 26 y la 45 se encontraban apostados los jóvenes de la guardia indígena con sus bastones de mando para controlar la entrada de sus paisanos y de los simpatizantes de la minga que empezaron a ingresar al campus. Todos eran minuciosamente requisados. Ya habían detectado y sacado a algunos muchachos que estaban armados. La vigilancia de la UN miraba todo a prudente distancia. Lejos, los motos del transito controlaban el flujo de carros por la avenida el Dorado y tenían cerrado el paso por la carrera 30.
La televisión mostraba en directo la larga serpiente formada por la minga, que avanzaba por la avenida NQS, siguiendo a paso corto pero rápido los carteles de protesta y las banderas a cuadros con los colores del arco iris. Una consigna muy clara se amplificaba por megáfono: Por nuestros derechos caminamos la palabra. Un grupo de jóvenes coreaba: ¡queremos chicha, queremos maíz, multinacionales fuera del país!. La gente acudía a los andenes para gritar vivas, darles ánimo, y regalarles comida, cobijas, ropa, agua y alimentos.
El trancón era monumental en el sur de la ciudad y se extendía a medida que avanzaba la marcha. Mientras tanto, en el estadio El Campín una turba de gente protestaba paralizando el tráfico y los buses de transmilenio para no dejarse quitar de los empleados de Uribe las tarjetas prepago que les había entregado a cambio de todos sus ahorros la promotora DMG. Vallas, palos, piedras, botellas, y los más tenaces insultos volaban entre el gas lacrimógeno que les arrojaba la policía.
La minga, una inmensa mancha pintada de vivos colores, entró por la calle 45, atravesó la Plaza Che , donde se estaba pintando la cara roja de un indígena al lado derecho del icono negro del Che Guevara, y se dirigió rápidamente hacia el occidente del campus.
En menos que canta un gallo, los prados y el bosque de pinos, entre el estadio Alfonso López, la nueva biblioteca de ingeniería y el jardín de Humboldt, fueron copadas por miles de hombres, mujeres, niños y ancianos, que descargaron ollas y trastos, empezaron a clavar postes y tensores y levantaron plásticos para protegerse de las gotas de lluvia que amenazaban con un nuevo diluvio. La escultura de Carlos Rojas resultó una estructura ideal para un cambuche de mando. Los viejos se sentaron debajo a organizar las cosas.
Varios médicos tradicionales, reunidos alrededor de una mata de maíz, colocaron sus varas hacia al cielo y soplaron tabaco para conjurar la lluvia; entonces, la nube negra se desplazó hacia el sur y fue a caer sobre Corabastos permitiendo que el sol bañara el camino del campus que lleva al antiguo edificio Gorgona, sitio convertido en la torre Administrativa de la U , desde donde el rector vigila el campus y hace fuerza para que la minga parta el domingo después de hora de la misa, como está convenido con los organizadores.
Las carpas y toldos de plástico negro se multiplicaron y se llenaron rápidamente de mujeres y niños cansados por el esfuerzo de la caminata. En menos de dos horas el paisaje cotidiano de esa área del campus- que desde las pedreas del 72 no cambiaba su imagen verde con tres vacas, algunos caballos y un chivo- se convirtió en un improvisado poblado indígena que bullía de vitalidad, respiraba acción, colorida alegría y un espíritu de combate y esperanza pintado en los rostros curtidos por el sol, de todos esos hombres y mujeres que vienen caminando desde el sur del país, protestando justamente para reclamar los derechos sobre la tierra de sus ancestros, sobre las aguas y riquezas del subsuelo, en contra de la maligna vinculación a grupos terroristas; además, para exigir que se investigue el asesinato de muchos de sus lideres.
El olor salado del sudor de sus cuerpos, el almizcle desprendido de las ruanas, costales, talegas, y de sus equipajes y trebejos, inundaba todo y se mezclaba con el olor a lavanda del antiséptico azul que le echan a los sanitarios portátiles de plástico instalados al pie de la Concha acústica y en la puerta del estadio.
Entrando la tarde, llegó una larga y bulliciosa caravana de camiones y chivas, llenos hasta el techo de indígenas y trebejos, que penetraron al campus donde descargaron la gente, montones de leña y carbón, verduras, granos, panela, carne; plásticos, postes y banderas, cables y cuerdas, fogones, canastos, colchones, cobijas, bancos, múltiples jotos y cientos de mujeres y niños.
El espectáculo, sin dejar de ser triste porque es una postal del desarraigo a que se ven obligados, era impactante y hermoso. Por un momento me pareció estar participando de una escena mítica o de en una producción cinematográfica donde los distintos nudos de indígenas que se agrupaban bajo las toldas y alrededor de los fogones, sabían exactamente su rol en este rodaje de lucha por sus derechos: hombres cortando leña, cargando bultos, clavando postes y banderas, jóvenes y mujeres encendiendo fuego, madres amamantando a sus críos, mujeres echándose totumadas de agua en la zonas de baños instalados al aire libre, niños que corrían en todas direcciones, dos perros perdidos entre piernas, un grupo de gallinas que cacarean entre un canasto, hombres y mujeres que pelan papa, parten plátanos y yucas, pican cebolla y tomate, cortan carne, miden tazas de arroz, chorrean aceite y echan sal, y soplan y atizan apurando el fuego de los fogones de leña armados con piedras y ladrillos sobre la grama, dentro de los toldos, en los andenes y canchas. El humo blanco y el olor a cebolla se levantan desde medio centenar de inmensas ollas ennegrecidas que prometen olorosas sopas de arroz y sancochos de carne, pescado y pollo.
En los pocos espacios de pasto que quedaron libres grupos de jóvenes, que abandonaron sus ruanas y sombreros, corren de un lado a otro gritando y persiguiendo un balón. Los equipos son de más de 20 muchachos que gritan y patean la bola en todas direcciones.
El primer piso de la nueva e inmaculada biblioteca de Ingeniería está lleno de bultos y mantas tendidas, de carpas y cambuches Lo mismo sucede contra las canchas de tenis, en la Concha acústica, dentro del estadio, contra el edificio de Cine y Televisión, cerca de Veterinaria, en Geología, contra Química, detrás de Artes, en la entrada del león de Greiff, en el parqueadero de Ingeniería, detrás del Museo; y seguía llegando más gente, indígenas muiscas de los resguardos de la sabana, gente de los cabildos del Tolima, y grupos de estudiantes a montar carpas y toldos.
El hormiguero humano estaba conformado por hombres y mujeres indígenas de cara angulosa, piel brillante y cobriza, ojos pequeños y vivos, sonrisa hermosa, cabellos largos y negros, vestidos con variadísimos ropajes típicos adornados con múltiples collares: la mayoría con ruanas de distintos diseños y colores según su cultura, pantalones de telar o dril, sombreros de fieltro y de iraca, faldas de todo tipo sostenidas con chumbes, sedas y cintas de colores; caminando en sandalias, zapatos, tenis y botas de caucho. Muchos viejos guardaron sus guayos y por ahora se sienten más cómodos a pata pelada. Los guardias y gobernadores, portando con dignidad sus palos de mando, llevan sobre el pecho las escarapelas con foto de identidad y dan órdenes en animadas conversas y gestos precisos. Hay mucho blanco, estudiantes y trabajadores sociales, que acompañan y también meten mano en los fogones y hombro en el trasporte de leña y comida.
La plaza Che está agitada de ruido de parlantes y megáfonos: varias músicas enredan melodías y cantos sonando al mismo tiempo con las voces de las consignas políticas que salen de las cuatro esquinas. Estudiantes de todos los pelambres y pintas circulan en todas direcciones, a pie o en bicicleta, o se parchan echados bajo la torre de Enfermería y en la entrada del León. Muchos llevaban los pantalones caídos, cargan morral, y portan distintos modelos de mochilas; las muchachas lucen tenis de colores, botas de moda y variadas medias de seda con coloridos diseños; pelos tenidos de verde, rojo, pegajosos rastras, cabezas peladas y peludas cubiertas con gorras, balacas, trapos, sombreros; contrastan niñas modelitos con manes de pinta mugrosa; cruzan intelectuales, académicos, mirones, sospechosos, volados; vendedores de música y libros, de pitos, de plásticos; de sanduches, empanadas, jugo y gaseosa, chitos, chicles y dulces, galletas, cigarrillos, minutos de celular, camisetas y afiches; todos estaban metidos en la olorosa minga, que aquí despedía otro aroma cargado de pachuli, pielroja y mariguana.
Muchos llegaron aquí para solidarizarse y colaborar de todo corazón, otros atendiendo el llamado del poeta Juan Manuel Roca para ser indios y recuperar la memoria. Un grupo de simpáticos chicos y muchachas, de caras pintadas como mimos y payasos, vestidos de chillantes colores en bolas y rayas, hacen maromas, juegan con boliches y esferas, manejan cuerdas y dan vueltas de canela y saltos mortales.
El ruido y el chillido de los megáfonos, los pitos de las chivas, las sirenas de las ambulancias que cruzan por la carrera 30, la música que despiden grandes parlantes montados en camiones se que se mueven entre la gente botando música de baile y baladas, un helicóptero que vigila en círculos desde el aire, los gritos de los niños, el ruido del QAP que sale de los radios de los vigilantes, las melodías de dulzainas, flautas y capadores, contrastan con el clik de las cámaras de aficionados y periodistas, los aparatos de video, y con las voces de varios jóvenes y señoras que merodean repartiendo panes, gaseosa, dulces, galletas, envueltos de mazorca, tamales; mientras, mujeres y hombres de habla gringa- quizás de alguna ONG de paz, derechos humanos y ambientalistas- se pasean con sus chalecos de identidad verificando las condiciones del asentamiento y tomando fotos con sus cámaras digitales y los celulares de GPS.
De un momento a otro, a este paisaje llega el eco del escándalo de pitos y un arrecho perifoneo: sobre la calle 26 cientos de personas con pitos, sirenas, latas, megáfonos y gritos han ocupado un carril y bajan marchando hacia el CAN para llegar a la fiscalía. No marchan en apoyo a la minga, se trata de los aportantes de DMG y de varias pirámides que insultan con los conocidos epítetos al presidente, y exigen que los dejen ganar alguito, que el dinero fácil que el mencionó en sus alocución televisada no debe ser un privilegio de los políticos, paracos, y especialmente de los bancos, que el pueblo también tiene derecho a invertir donde se le dé la gana. Y gritan a todo pulmón que se niegan a entregar sus tarjetas a otros más ladrones.
Cayendo la tarde, entre los eucaliptos y urapanes, y bajo los viejos pinos, se escucha el ruido de los tambores y de las chirimías, y el humo blanco de los fogones se combinaba con la neblina que empieza a caer lentamente sobre el campus. Contrario a lo que podría pensarse, la Universidad Nacional está en completo orden: la guardia indígena mantiene todo bajo control y el pueblo indio es disciplinado y responsable.
Un grupo de hombres mayores, taitas y sabedores, médicos tradicionales y gobernadores, con collares de pepas y colmillos, con corona de plumas y bastones, hacen círculo alrededor del fuego, encienden sus tabacos, y mambéan para que la madre coca les otorgue el poder de la palabra de conocimiento. Se disponen a palabriar los aconteceres de la minga y a invocar la ayuda de sus antepasados para llevar a buen fin esta lucha por la memoria y la dignidad de los pueblos indígenas. Las mujeres y los niños descansan.
Al occidente del país la tierra tiembla: el volcán empieza a rugir y arrojar lava candente, el río Páez aumenta el caudal y amenaza con abrir una presa. Aquí, las flautas acompañan una lluvia ligera que empieza a caer junto con la fría noche. Mañana a todos les espera una marcha hasta el corazón de la ciudad para intentar un terrible encuentro al que llegan armados solo con sus bastones y la palabra cierta. El corazón de todos los indígenas está abierto y encendido.