Mirando y remirando el campo, sabiendo lo que allí pasa y sucede, lo que ha sido hecho y deshecho; conociendo sus quejas, sus batallas perdidas, sus dolores, habrá que concluir que un día cercano —casi un hoy—, un plan, bien pensado, bien financiado y mejor protegido, para acabar de una vez por todas con el problema, ha sido puesto en marcha.

Hablemos claro: desde hace medio siglo se desenvuelve una estrategia para borrar de nuestra geografía a un personaje histórico: el campesino. Parecería gratuita, parcializada y exagerada la conclusión, si no fuera por los 300.000 muertos de la primera violencia, los millones de refugiados —nunca registrados— que ocasionaron esos asesinatos, los cuatro millones que hoy deambulan de semáforo en semáforo, los millones de campesinos que se han escondido entre la selva obligados a cultivar coca, los que han muerto en esta guerra que día a día aumenta, los desaparecidos, los secuestrados, los mutilados y, claro está, los jóvenes reclutados por los tres ejércitos que combaten unos contra otros. Son los campesinos —colonos, indígenas o negros— los que llevan del bulto: ponen los muertos, las viudas, los huérfanos y las tierras. No es nuevo: todas las guerras civiles de los siglos XIX y XX han sido alimentadas de la misma manera.

Cuando los partidos políticos se mataban entre sí, conservar un sector campesino sometido y empobrecido era condición de vida o muerte para el interés de los terratenientes. Había que protegerlos para trabajar en tierra ajena mientras se preparaba la nueva guerra civil. Hoy parece haberse modificado esa condición. Ahora el peligro aparece por debajo, viene de los peones, arrendatarios, pequeños propietarios, colonos. Llegó por tanto el momento de acabar de una vez por todas con las cunas donde gritan los recién nacidos: las zonas de colonización, los resguardos indígenas, los territorios ancestrales negros, con el argumento que fuere necesario: son narcotraficantes, terroristas, comunistas, ignorantes, brutas, subversivas. ¡Qué importa el término! La tal Seguridad Democrática es el arma favorita de un proyecto histórico que en última instancia consiste en desalojar de sus tierras y condición social a todo el que ose amenazar “el estado de cosas inconstitucional” que vivimos. Hay que sacar a bala a todos los que sean sospechosos de cuestionar los planes elaborados y concesionados para explotar el carbón del Magdalena Medio o del Catatumbo, el oro del norte de Cauca, o del sur de Tolima, las selvas del Pacífico, el agua de los páramos, los paisajes de los Parques Nacionales. Se trata de una especie de segunda y definitiva fase de desplazamiento masivo, que busca aniquilar una categoría social llamada campesinado, incluidos en ella a colonos, indígenas y negros.

Sin embargo —debo ser objetivo—, no podrán sacarlos a todos porque las compañías agroindustriales y mineras, y los grandes terratenientes necesitan mano de obra y para eso se ha ideado el Gobierno un plan complementario: el salto estratégico. Se trata de asegurar militarmente las zonas donde los paramilitares obligaron a la gente a huir a punta de motosierra y donde la guerrilla ha huido con ella. Hasta ahora es un plan de bajo perfil, elaborado por los militares y que combina todas las formas de lucha. Es la nueva versión de las Aldeas Estratégicas, usadas —y fracasadas— en Vietnam por el Pentágono. Su nombre oficial es Acción Integral Post-conflicto, dirigido por el Centro de Coordinación CCAI. La novedad del nuevo capítulo del gran plan consiste en que toda la plata será manejada por un comité presidido por los militares, que, entre otras cosas, aprobará obras contratadas con los mismos militares. Así, bajo la batuta castrense y cofinanciados por la ayuda externa, los empresarios del campo asegurarán a los campesinos, al imponerles condiciones de permanencia, tipo de cultivos, precios de compra y de venta, programas de adiestramiento, ideología, ejercicios militares. Así ya no podremos considerar campesina la población reducida en esos campos estratégicos de concentración laboral.

 

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