Colectivo de Trabajo Jenzera

Ahora que el mundo entero converge en Copenhague para hablar sobre el futuro del planeta y llegar a acuerdos que pongan fin al calentamiento global, es oportuno preguntarnos si aquella esperanza de que “otro mundo es posible” tiene cabida en nuestro ambientalmente desvencijado país.

Abordar la problemática ambiental con sensatez y responsabilidad implica, primero que todo, no menospreciar el tema, y menos alardear con aquello de que Colombia es líder en materia ambiental, pues sólo emite 0.3 de las emisiones globales de dióxido de carbono, ocultando que este país ha destruido más de 2 millones de hectáreas de selvas vírgenes del Amazonas y del Pacífico, producto de la colonización de estas regiones por miles de familias campesinas desplazadas por una inflexible y desigual estructura de tenencia de la tierra y por la ampliación de ganaderías y cultivos ilícitos del narcoparamilitarismo en tierras de alta productividad agrícola. Este barniz de ecologismo que se quiere dar el gobierno colombiano en Copenhague contrasta con las políticas de plantación de palma aceitera que promueve en el Pacífico. Algo similar al “ECO” pintado con verde para maquillar la imagen de ECOPETROL, insinuando con ello que la explotación de ese “excremento del diablo” (Moisés Naím) no afecta el ambiente. La hipocresía llega a su culmen, cuando el presidente Uribe manifiesta públicamente que en la cumbre de Copenhague apoyará la firma de un compromiso para adoptar políticas públicas e incentivos, que incluyen financiamiento para promover la reducción de las emisiones por deforestación. Pero al mismo tiempo obstaculiza, junto con Estados Unidos, la negociación en torno al proyecto REDD (Programa de Reducción de Emisiones de Carbono causadas por la Deforestación y la Degradación de los Bosques), acuerdo que de ser aprobado permitiría mantener en pie los bosques tropicales y frenar la deforestación que en todo el mundo es responsable del 17% de la emisión de los gases de efecto invernadero.

Abordar con seriedad la problemática ambiental implica también que el jefe del gobierno colombiano y sus ministros se despojen de soberbias y petulancias. Actitudes que restan importancia a las críticas a su modelo de desarrollo económico y políticas agrícolas sin consideración ambiental, desdeñando especialmente las sensatas apreciaciones de los pueblos indígenas y afrocolombianos, a los cuales el gobierno no les reconoce un tratamiento diferenciado en razón de sus culturas y sus formas diversas de convivir con la naturaleza. Esto es aún más reprochable por cuanto han sido precisamente los planteamientos ambientalistas de los movimientos indígenas en América (Ecuador, Bolivia, Chiapas, Amazonia peruana, Cauca) y en otros continentes, los que vienen coadyuvando a la toma de conciencia a nivel global sobre los graves perjuicios de la explotación ilimitada de los recursos naturales y ambientales del planeta. Son precisamente los pueblos más excluidos, los que vienen desarrollando y decantando conceptos que reclaman la importancia de una visión holística del mundo y una relación fraterna con la naturaleza, como alternativa para sostener la biodiversidad de la vida y evitar que lo verde desaparezca de nuestro planeta. Y le vienen poniendo tanta ciencia y entregando tantos esfuerzos a este empeño, pues saben que están en juego sus vidas.

Los pueblos indígenas al criticar este desaforado derroche de recursos para satisfacer necesidades baladíes de las cada vez más glotonas sociedades de consumo, están enunciando con sus discursos críticos y movilizaciones, los intereses de los más pobres y excluidos del mundo. Ellos señalan con certeza, que lo que vive el planeta no son recurrentes crisis económicas, financieras o energéticas. Se trata de una crisis de la civilización. Estamos en deuda con ellos.

La irrupción de los indígenas en la escena del ambientalismo mundial ha sido robustecida por los cada vez más crecientes y activos movimientos ambientalistas a nivel planetario. Los indígenas u´wa, los indígenas aguaruna y otros grupos del Amazonas que sufren toda suerte de afrentas de los Estados por oponerse a la explotación de hidrocarburos en sus territorios, han colocado en el mapa de los derechos humanos a nivel mundial, los derechos de la naturaleza, exigiendo con los movimientos ambientalistas, que los daños irreversibles a la naturaleza sean también calificados y juzgados como “crímenes de lesa humanidad”.

La Constitución Política de Colombia de 1991 abrió sus puertas a los pueblos indígenas y afrocolombianos. Empero esta apertura constitucional no se materializó en políticas públicas que revirtieran la exclusión económica y política de varios siglos de marginación. Pasadas casi dos décadas de ésta, otrora la más progresista Constitución de América en materia de derechos para grupos étnicos, los indígenas y afrocolombianos no tienen mayores motivos para pensar que en la actual y ya segunda administración del presidente Uribe, vayan a haber transformaciones políticas a favor de sus pueblos. Es más, los logros obtenidos (territorios colectivos para comunidades negras) pueden ser fácilmente revertidos. Si no se han cambiado completamente las leyes que protegen a estos pueblos y a los territorios que habitan ancestralmente, se debe a que el presidente Uribe todavía no ha logrado subordinar a todo el aparato del Estado y hay jueces y magistrados de la República, que ejercen con pulcritud sus funciones y defienden la ley, aún poniendo en riesgo sus vidas.

Según Jorge Garay, la Corte Suprema de Justicia es en el momento el único obstáculo que tiene la narcoparapolítica para tomarse definitivamente el Estado y menguar más el poco Estado de derecho que nos queda.

Es el movimiento indígena, apoyado por esta rama del poder público, el que viene impugnando las vetustas y anquilosadas estructuras de poder en el país, propugnando por cambios institucionales y políticos que franqueen la exclusión económica y social de ellos y de la mayoría de los colombianos. Una apuesta de gran calado, pues implica la construcción de una democracia, que en un país multicultural como es Colombia, no puede ser sino intercultural. Es, sin embargo, una apuesta que para realizarse necesita superar un escollo principal que se llama Álvaro Uribe Vélez. Y ojalá no tengamos que esperar cuatro años más para poder continuar desarrollando esta tarea inconclusa de construir un país más democrático y una sociedad intercultural. Lo merecemos los colombianos que hemos soportado durante tantos años esta descomunal violencia por parte de un Estado y grupos armados cada vez más ilegítimos.

Llanos Orientales,

 

 

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