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Por Marco Mejía Torres*

Se anuncia, desde un presunto nuevo orden arquitectónico, la desaparición del Centro como eje de la ciudad, a favor de multiplicar las particularidades que arrastran las réplicas urbanas, son éstas las que instauran ese universo más controlado de zonas periféricas cuyos muros invisibles excluyen a quien no pertenece al lugar. Pertinaz intento por borrar el concepto que la modernidad trajo frente a la relación del espacio y el hombre.

Siglos atrás, en el dominio medieval, el centro alude a lo Absoluto como única referencia en la marcha del mundo: lo Divino es Centro y a la vez Paraíso que el hombre ha  de conquistar por su conducta en la tierra, tal como lo muestra Dante en las imágenes finales de la Divina Comedia, donde millares de almas privilegiadas son atraídas por una luz central que inunda de luz el cielo coronado.

Rompe la modernidad esta totalidad y el hombre nace como el nuevo Centro; bajo su imaginación emerge un conjunto de novedosas relaciones que ensalzan al sujeto como el más importante referente de todo lo que se puede concebir, construir o soñar. La ciudad surge con ese trazo en el cual las acciones mas esenciales: comercio, religión, monumentos, poder y saber crean un punto de confluencia para atender el código de las demandas, las necesidades y especialmente las posibilidades del encuentro. Las plazas se levantan y en su universo abreviado se reúne lo sagrado y lo profano para procurar el lugar donde todo se cruza: el centro. Así entonces, el templo mira de frente al Oriente; cerca de él, el palacio municipal impone su entrada hacia el norte; el mercado se ubica en un occidente extenso, mientras que en el sur se da refugio a secretas formas de placer. Más allá la periferia da puerta al submundo y desde los arrabales se teje la trama de las individualidades que van y vienen para trasformarse según el desplazamiento en ese colectivo cambiante que nutre toda centralidad.

De esta manera todo va “al” o viene “hacia” ese centro que da forma a una realidad de confluencias, a un caos como el de todo origen, a una revuelta como el de toda circularidad, a una abundancia como el de toda síntesis, para con todo esto crear el cúmulo de vivencias colectivas y escenificar el espacio ideal para el ritual público.

Al menos, bajo esa tendencia, se intentó entender la urbanización que caracterizó el desarrollo en las grandes ciudades del mundo. El centro era la extroversión de la ciudad, su alma colectiva; los barrios eran la interiorización, la intimidad, el alma de lo particular.

El centro de París acoge a principios del siglo XX todas las opciones de encuentro, el café, la ópera, los jardines. La ciudad de Los Ángeles disuelve a principios del siglo XXI toda noción de un centro y la ciudad se vuelve sobre si misma sin un referente central, todo puede estar en cualquier parte o en ninguna. Entre el siglo XX y el XXI, las ciudades capitales de nuestro país, saltaron de un espíritu rural a una identidad urbana en un proceso que se esforzó por extender el centro, al romper el lazo fundacional de una zona exclusiva y recibir a los emigrantes de las regiones que dan origen y hacen crecer en el centro el puerto urbano que recibe sus sueños y tras ello la pluralidad, el estallido de colores y de sensaciones encontradas. Es justamente este paisaje múltiple de seres y de cosas, de espacios físicos e imaginarios, de realidades y de trasformaciones, lo que matiza el universo del centro y lo adopta en el vértigo que a tantos asusta y que a muchas más seduce. Amoroso sentimiento que enfrenta ahora el avance y el desarrollo en el que se ha perdido buena parte del pasado urbano a gracia de ese capricho de arrasar sobre lo construido, para hacerle juego a la atomización de la ciudad puesta en manos de aquella racionalidad que impone, para lograr el control, el reordenamiento de un mundo atrapado por el miedo de vivir o más bien de un mundo que huye de la última visión del centro.

* Escritor antioqueño, filósofo. Recientemente publicó la novela “Cuervo”.

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