Por Marco Antonio Mejía
Han trascurrido quince años desde la culminación del “Decenio para la cultura del desarrollo” que propuso la UNESCO para “Situar la cultura en el corazón mismo del desarrollo.”
Se anheló, al finalizar el siglo y el milenio, lograr una carta de navegación que posibilitara el reconocimiento, en todos los países posibles, de la dimensión cultural en el proceso de desarrollo contemporáneo, lo que implicaba una postura política frente a la globalización en la afirmación y consolidación de las identidades culturales y la implementación de una estrategia para promover la cooperación cultural internacional y ampliar la participación en la vida cultural de las comunidades.
La decisión de los países que se aunaron para hacer viable una voluntad cultural en sus propuestas de desarrollo, se alertaba ante la unilateralidad del concepto que concibe desarrollo como crecimiento material. Las estadísticas muestran un crecimiento económico y un decrecimiento humano: desempleo, violencia, marginación, exclusión y extrema pobreza, son los resultados de la incertidumbre de los desplazamientos, de los genocidios que se han revivido entre los conflictos étnicos y en las pugnas por el poder o la apropiación de territorios rentables ¿Progreso para qué o para quién? Bajo la sombra de esa visión se extendió una imposición de la economía que dejó de lado el bien más preciado, el hombre mismo y puso en su lugar una deificación del dinero, a cuyo servicio se dedicó la banca mundial. La consecuencia habla por si sola, si se miran los acontecimientos de Grecia, España, Portugal, Irlanda, Italia. Acaso las alertas que los grupos sociales, y los indignados de todos los rincones del mundo, advierten, señalan un peligro que por su inmensidad quizás no hemos visto: peligra, no en un hombre, no un país, sino que está en juego la humanidad misma.
Desde el rotundo cambio en el panorama político internacional, tras el deshielo de la guerra fría, se ha tomado con ligereza lo que los profundos cambios han significado en ésta década del nuevo siglo. A los pies del consumo entregan toda su fe, los países que antes conformaban la cortina de hierro. Organizaciones que trafican e importan la violencia se organizan en el corazón mismo de Rusia y salen de sus negocios las listas de los nuevos hombres más ricos del mundo. >la concepción de los valores tradicionales se desmoronan en un Japón desfigurado culturalmente. Los tigres asiáticos se convierten en voraces monstruos tecnológicos. África se anuncia desde sus recientes riquezas, pero internamente los conflictos se agudizan y el despojo genera los mayores desplazamientos del la época. La india se levanta como potencia y la ruina individual persiste por su milenaria historia. Estados Unidos revivió en las administraciones pasadas el espíritu policivo sobre un mundo que ya no se somete a su dedo amenazante. En América latina la corrupción administrativa abre sus puertas en algunos países, que como el nuestro, entregó -en desventaja con los nacionales- las opciones de desarrollo a las multinacionales que se desbocaron a invertir y a apropiarse de las ventajas que les libraban de generar bienestar en los contextos de intervención.
Quince años después es posible que mantengamos la apuesta por la esperanza, pero ésta pone en juego su as bajo la manga, si logra hacer realidad un desarrollo sostenible, humano y social, insertando el desarrollo cultural como un modelo que apunta a la humanidad como objeto de todo desarrollo. Si esto no es posible el crecimiento que se avecina, es el crecimiento del desierto, antes del desierto, la esperanza aún puede ser posible.