El presente documento fue presentado a la reunión de Londres del 9 y 10 de julio de 2003 por organizaciones colombianas de sectores sociales populares, de iniciativas de paz y de derechos humanos.
Las organizaciones que suscribimos este documento consideramos que Colombia requiere urgentemente la búsqueda seria y comprometida de la vigencia de los derechos humanos, del derecho humanitario, de la solución política negociada al conflicto armado interno, así como el fortalecimiento del Estado social de derecho. Estimamos que dichos componentes constituyen el camino más seguro hacia la búsqueda de la paz y la democracia en nuestro país. En consecuencia, respaldamos la cooperación internacional dirigida a apoyar las iniciativas que se encuentren de acuerdo con dichos parámetros y que no sean contrarias a las normas de derechos humanos y derecho humanitario, ni pretendan desmantelar el Estado social de derecho y promover la guerra.
La cooperación que el Gobierno colombiano solicita a la comunidad internacional está dirigida a desarrollar políticas desconocedoras de dichos parámetros y, por consiguiente, sólo escalan el conflicto y nos alejan de la solución negociada de la paz. Existen diferencias centrales entre nuestras organizaciones y los planteamientos del Gobierno en materia de cooperación. Dicho disenso proviene tanto de la valoración diferente de las causas de la grave crisis que vive Colombia, como de las soluciones planteadas frente a dicha crisis.
I. Valoración de nuestras organizaciones sobre las causas y el carácter de la crisis de derechos humanos y derecho humanitario y del conflicto armado
Colombia sufre desde hace muchos años una grave crisis política y social reflejada en un alto nivel de violencia sociopolítica. Dicha crisis se encuentra agravada por la existencia de un conflicto armado interno de carácter político cuya solución debe ser el resultado de una negociación política con participación autónoma de la sociedad civil, que incluya soluciones a problemas políticos, sociales y económicos. Dentro de dicho conflicto armado se presentan actos contra la población civil por parte de las guerrillas, grupos paramilitares y agentes estatales violadores de derechos humanos. Los homicidios políticos, las desapariciones forzadas, los homicidios contra personas socialmente marginadas, las torturas, los secuestros, las violaciones sexuales contra mujeres, el uso de armas no convencionales, el ataque a la población civil y al personal protegido como las misiones médicas, los desplazamientos forzados y otras múltiples formas de violencia sociopolítica son parte de la realidad colombiana desde hace muchos años y se han agudizado en forma alarmante en la última década. Las consecuencias de la crisis se continúan sucediendo sin descenso. Entre julio de 2002 y junio de 2003, más de 19 personas en promedio diario fueron asesinadas, desaparecidas o muertas en combate en razón de la violencia sociopolítica. Otro aspecto de esta realidad es el hecho de que la gran mayoría de estos crímenes quedan en la impunidad.
Esta crisis, en la que las violaciones a los derechos humanos han sido masivas y generalizadas, tiene como una de sus causas el deterioro de la situación social y económica de la mayoría de la población. En efecto, las condiciones de inequidad, exclusión y pobreza en las que viven la gran mayoría de los habitantes del país y que enfrentan con mayor rigor las mujeres, las niñas y los niños, la población campesina, los afrocolombianos y los pueblos indígenas se convierten en un obstáculo para el disfrute de los derechos humanos. Dicha inequidad es producto de la aplicación de un modelo económico excluyente. Adicionalmente la última década representó un retroceso en lo social. La concentración de riqueza y el coeficiente Gini pasó de 0,54 en 1980 a 0,57 en 1999, ubicándose por encima del promedio latinoamericano; el 20% de los hogares más ricos concentran el 52% de los ingresos, mientras que el 60% de la población se encuentra por debajo de la línea de pobreza. La población que se encuentra por debajo de la línea de indigencia ha aumentado en los últimos diez años del 20 al 23%. Aproximadamente ocho millones de habitantes rurales (el 69% de dicha población) están por debajo de la línea de pobreza, de los cuales más de cuatro millones están en condiciones de indigencia. El 57,3% de los propietarios, cuyas parcelas tienen menos de 3 hectáreas, posee el 1,7% del área predial rural a la vez que el 0,4% de los propietarios, que son dueños de predios mayores de 500 hectáreas, posee el 61,2% del área predial rural. Las organizaciones campesinas señalan que de 120.000 familias campesinas beneficiadas con la reforma agraria, 70.000 se encuentran hoy desplazadas y despojadas de sus tierras. El 60% de la población desplazada corresponde a familias campesinas. La inequidad e injusticia afectan particularmente a aquellos sectores de la población históricamente discriminados. Las mujeres, por ejemplo, constituyen cerca del 52% de la población total del país y representan el 54% de la población pobre. El hecho de que el 80% de la población afrodescendiente en Colombia viva en extrema pobreza, es una grave muestra de la segregación racial y la marginalización en la que se encuentran las minorías étnicas. El índice de desempleo, que hace 10 años era del 11%, hoy asciende al 16%; el nivel de cobertura del sistema de salud en el año 2000 fue del 53% de la población total, lo que implica la reducción de 4,6 puntos porcentuales respecto de 1997. La Defensoría del Pueblo ha señalado que cerca de tres millones de menores en edad escolar están fuera del sistema educativo, lo que significa un 21,5% del total de la población infantil. El modelo de desarrollo también ha generado una crisis ambiental representada en la disminución de los niveles de biodiversidad, la destrucción de los ecosistemas y el aumento de la contaminación en el país.
Dichos factores de inequidad, discriminación y de exclusión social, así como la ausencia de vías institucionales para tramitar las diferencias, guardan estrecha relación con la generación y reproducción de conflictos armados como el colombiano. Tal como lo afirma la entonces Alta Comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos en el documento “Los derechos humanos como marco de Unión”, para enfrentar el terrorismo y, en general, las situaciones de conflicto armado y violencia es necesario tomar medidas, no sólo coyunturales, sino también estructurales, enfrentando las causas de la inseguridad, entre ellas la dominación y la discriminación. La Alta Comisionada recordó los compromisos asumidos por los Estados en la Declaración y el Programa de Acción de Viena de 1993, que se fundamentó en un enfoque amplio y universal de los derechos humanos que exige que los Estados concedan igual importancia a todos los derechos, ya sean civiles, políticos, económicos, sociales y culturales. En ese marco, recordó que la extrema pobreza y la discriminación siguen siendo unas de las más graves causas de la inseguridad humana.
II. Valoración de nuestras organizaciones sobre las soluciones a la crisis
Colombia enfrenta una prolongación indefinida del conflicto armado interno en medio de una grave crisis humanitaria y de derechos humanos. Dicha situación está acompañada de un deterioro de la situación social y económica de la mayoría de la población y de cambios regresivos en el régimen político. Tales cambios tienden a restringir las libertades democráticas y se encaminan a desmontar el proceso de construcción del Estado social y democrático de derecho y el reconocimiento de los derechos humanos logrados en la Constitución de 1991.
El Gobierno propone la conformación de un “Estado comunitario” que se caracteriza por el traslado de las funciones estatales a las comunidades sin dotarlas de medios o recursos para hacerlo –especialmente en materia de seguridad-; por la anulación de elementos esenciales del Estado social de derecho, como la independencia del poder judicial y el reconocimiento y la garantía de derechos humanos y libertades fundamentales y por la anulación de los recursos judiciales idóneos para la protección de tales derechos. En efecto, el Gobierno propone reformas para limitar los alcances de las facultades de la Corte Constitucional, para restringir la procedencia de la acción de tutela –en concreto en casos de derechos económicos, sociales y culturales-, el otorgamiento de facultades de policía judicial a las fuerzas militares y la eliminación de la independencia del Poder Judicial frente al Ejecutivo. Muchas de esas reformas se proponen a pesar de reiteradas recomendaciones internacionales dirigidas a no adelantar ese tipo de reformas.
Las reformas laborales, pensionales, fiscales y tributarias y la reestructuración de las empresas públicas impulsadas durante el último año han tenido como consecuencia el desfavorecimiento de las condiciones de la población colombiana y de los trabajadores. Dichas reformas se han fundamentado en los acuerdos suscritos por el Gobierno con el Fondo Monetario Internacional y han pasado por alto la obligación del Estado de garantizar de manera progresiva el disfrute de los derechos económicos, sociales y culturales. Otras reformas, como las del Sistema Nacional del Medio Ambiente, centralizan y tienden a la privatización de la gestión ambiental y a retroceder en los niveles de participación hasta ahora alcanzados. De esa manera, se desconoce la necesidad de enfrentar la inequidad y de respetar las normas internacionales de derechos humanos y de derecho humanitario como fundamento para alcanzar la paz y el desarrollo sostenible.
El fracaso de los diálogos de paz adelantados durante el Gobierno anterior generó un giro hacia la guerra que alcanza su realización con el comportamiento degradado de las guerrillas y paramilitares y con las políticas implementadas por el actual Gobierno. La solución política y negociada se aleja y hoy todos los protagonistas de la confrontación se encuentran en la lógica de la guerra sin medir los costos sociales, económicos, humanitarios, culturales y políticos para la población. La guerra también se nutre de un ambiente internacional belicista, de internacionalización del conflicto y de un apoyo irrestricto del Gobierno de los Estados Unidos a la política de “seguridad democrática” del presidente Álvaro Uribe. Dicho apoyo se manifiesta en más recursos para la guerra interna, en el incremento de la presencia de asesores militares y en mayor injerencia en el conflicto local. En esa lógica, el Gobierno plantea la “internacionalización del conflicto” y , por consiguiente, favorece una intervención militar.
La política que se ha denominado de “seguridad democrática”, eje del Plan Nacional de Desarrollo, se fundamenta en la corresponsabilidad del Estado y la ciudadanía en materia de seguridad, atenta contra la Constitución de Colombia y contraviene principios reconocidos en el derecho internacional de los derechos humanos. En esa política la población no se concibe esencialmente como acreedora de derechos, ni como destinataria de protección estatal y es vista ante todo como un instrumento de la guerra. La militarización del Estado ha tenido como consecuencia la persecución de miembros de diversos sectores sociales, tales como sindicalistas, líderes sociales, organizaciones de mujeres, defensores de derechos humanos y población humilde de zonas con presencia guerrillera.
Si bien, en diversas oportunidades, el gobierno ha declarado que promueve una seguridad respetuosa de los derechos, lo cierto es que un eje fundamental de esta política es el desconocimiento de la distinción entre combatientes y población civil. El programa bandera del gobierno, que es la creación de una red nacional de informantes civiles, “bajo el control, la supervisión, y evaluación de los comandantes militares, policiales y de los organismos de seguridad del Estado”, es una manifestación evidente del desconocimiento por parte de aquel al mencionado principio. El presidente Uribe ha declarado públicamente que él no cree que el principio de distinción entre combatientes y población civil tenga vigencia en Colombia. A su juicio, todos somos combatientes en Colombia, no existe conflicto interno de carácter político y la población civil tiene no solamente el derecho sino la obligación de apoyar a la fuerza pública y de alinearse en torno a ella en calidad de combatiente. El respeto a la distinción entre combatientes y la población civil establecida por el derecho humanitario favorecería el respeto de los derechos de las personas civiles en el conflicto armado. Antes que ser un impedimento para el desarrollo de políticas estatales o un reconocimiento a grupos armados disidentes, ese principio genera obligaciones para todos los grupos armados –guerrillas, Fuerza Pública o paramilitares-, entre ellas la obligación de respetar a la población civil y de distinguirse de ella para que ésta no resulte asumiendo las consecuencias de la guerra.
Este contexto ha generado que los diálogos de paz y la solución política negociada tengan un carácter residual o casi inexistente en la política del Gobierno. Si bien con los grupos paramilitares se han iniciado negociaciones, estas son de carácter poco transparente. Por esa razón se dificulta controlar públicamente que los miembros de grupos paramilitares que eventualmente se desmovilicen no entren a participar más activamente, y en condiciones legalmente reconocidas en el conflicto armado interno, por ejemplo, a través de su vinculación a las redes de informantes o a los contingentes de soldados campesinos.
Es además preocupante que el Gobierno haya planteado estas negociaciones sin establecer garantías para que no haya impunidad para los crímenes de guerra y los crímenes de lesa humanidad. El decreto 128 de 2003, expedido por el Gobierno, permite el otorgamiento de indultos a personas desmovilizadas por el simple hecho de dejar las armas y solo exime de tales medidas a las personas que tengan un proceso en su contra por graves crímenes de derechos humanos y derecho humanitario. De esa manera, todos los autores de crímenes de derechos humanos y derecho humanitario contra los que no haya proceso en curso –que representan la mayoría de los casos-, pueden ser objeto de indultos o amnistías. Así, la política de reinserción pasa por alto la obligación estatal de garantizar el derecho de las víctimas de graves violaciones de derechos humanos y derecho humanitario a la verdad, la justicia y la reparación. Además, el Presidente ha anunciado que promoverá, a partir del próximo 20 de julio, una ley para dar libertad condicional a personas responsables de crímenes de lesa humanidad. En este contexto, la política de reinserción del Gobierno se ha convertido en un instrumento para sustituir las negociaciones directas con las guerrillas y se ha transformado en una herramienta para fomentar la desvinculación individual y la delación, con las consecuencias de extensión del conflicto y no de su supresión.
La impunidad sigue siendo uno de los factores que más preocupa y favorece la continuidad de graves crímenes de derechos humanos y derecho humanitario. La actual Fiscalía ha desmontado los avances logrados en el pasado con la Unidad de Derechos Humanos, convirtiéndose en una causa más de impunidad.
También resulta esencial atender de manera seria y efectiva la catástrofe humanitaria que significa la inmensa cantidad de población que diariamente se desplaza en Colombia por causa del conflicto armado o por la acción de empresas que hacen prevalecer sus intereses económicos sobre la población que reside en los territorios en los que intervienen. El Gobierno debe desarrollar políticas serias de prevención