Aunque aún es demasiado temprano para alentar esperanzas por los posibles diálogos entre el gobierno y el ELN -en un ambiente de incredulidad e incertidumbre frente a este tipo de negociaciones-, hay que darle la bienvenida a esta nueva oportunidad de negociación política del conflicto armado, reconociendo que tanto el gobierno como el ELN han expresado gestos de buena voluntad: el Presidente no les está exigiendo desmovilización ni desarme para iniciar conversaciones; por su parte el ELN, que ha afirmado tan categóricamente no estar dispuesto a negociar con el actual gobierno, parece estar dispuesto a un nuevo intento.
Los diálogos con el ELN entrarían a fortalecer y acelerar el clima de negociación iniciado con los paramilitares, dándole al proceso de paz un nivel más político y equilibrado, de mayor controversia y análisis. Si el proceso se hace de cara al país, sería una oportunidad excepcional para conocer y profundizar la complejidad del conflicto armado, escuchando directamente de los protagonistas sus versiones, interpretaciones, justificaciones, intereses, propuestas, contrapropuestas, etc. El país podría comparar, tener más elementos de juicio y por consiguiente un mayor entendimiento del conflicto, de sus causas, de sus actores, una mayor comprensión de lo que ha sucedido, del desgaste y degradación que ha tenido esta guerra, de lo que somos como nación en este momento y también de lo que podemos llegar a ser, si se lograra una verdadera reconciliación.
Este escenario pondrá a prueba al gobierno y su Alto Comisionado en cuanto a su ecuanimidad para manejar el proceso y su ética frente a los actores armados. Ya no será tan fácil ofrecer impunidad ni cargarse a favor de unos o en contra de otros. Por consiguiente el proceso de negociaciones paralelas (no necesariamente en una misma mesa) podría garantizar mayor transparencia y justicia. Ya no serán dos sino tres los actores en escena, sin que ninguno de ellos pueda llevarse el show tan fácilmente. Por el contrario, los tres actores y hasta los dueños de la función, quines han actuado detrás de bambalinas, los verdaderos actores de la guerra, están expuestos a que los exhiban sin disfraces ante la audiencia nacional e internacional.
Será que el gobierno se compromete a unas negociaciones abiertas a los medios de comunicación y a la opinión pública? En anteriores artículos hacíamos referencia a lo poco probable que los actores del conflicto en Colombia (visibles e invisibles) aguantaran una comisión de la verdad. En su primera entrevista en Santa Fe de Ralito (que fue un pequeño abrebocas), los diez jefes paramilitares ratificaron sin ambages la complicidad de los más altos poderes del Estado y la sociedad. En adelante, las autoridades civiles y militares no podrán seguir negándolo. Ante la posibilidad de que se lleguen a ventilar demasiadas e incómodas revelaciones, es muy probable que los encargados de las negociaciones comiencen ahora a plantear que el proceso tiene que manejarse “en estricta confidencialidad”.
Si bien la presencia de los medios de comunicación tiene sus inconveniencias por la parcialidad y mal manejo que algunos de ellos han mostrado, sería muy conveniente para el país la presencia de la prensa nacional e internacional y la veeduría de organismos internacionales de derechos humanos. Hay que favorecer la transparencia del proceso y el esclarecimiento de la verdad para que pueda haber una reconciliación de fondo, de modo que sobre los muertos y cenizas de esta guerra podamos convocarnos, como colombianos todos, a resarcir los daños y juntar esfuerzos para construir un futuro digno para nuestros hijos, para borrar esta guerra que nos avergüenza ante nosotros mismos y ante el mundo.
Para el ELN este es un momento preciso para negociar su desmovilización pues aunque débiles militarmente, aun no están derrotados ni los están convocando a la rendición. Tienen la ventaja sobre los demás grupos armados, de que son los menos contaminados por el narcotráfico y, por consiguiente están menos expuestos a la extradición, lo cual facilita la negociación. Saben muy bien que la lucha armada se convirtió en un callejón sin salida, que la toma del poder es cada vez menos posible, que los grupos insurgentes ya no encarnan los ideales que justificaron su existencia, que el pueblo les teme y las rechaza, que en vez de solucionar los problemas del país contribuyeron a agravarlos. El triunfo electoral y la popularidad del Presidente Uribe, el militarismo y la derechización del país, se continúan sustentado en el compromiso de combatir la subversión, porque la gente se hastió de tantos muertos, atropellos, destrucción y degradación de los grupos armados.
Al ELN el momento actual le brinda la oportunidad de contribuir a la paz y a generar o fortalecer fuerzas políticas alternativas que rescaten la justicia, la democracia, la civilidad, los derechos humanos, la dignidad nacional y la soberanía sobre nuestros recursos naturales. Si se quedan en el monte seguirán desertando para pasarse a los paramilitares o a las FARC, o seguirán subsistiendo con pena y sin gloria en una posición cada vez más marginal y estéril, si no es que los derrotan militarmente. De modo que más les vale apostarle a un proceso de paz donde tendrán que demostrar su capacidad política para marcar la diferencia frente a los paramilitares, denunciar las injusticias sociales y no desperdiciar el escenario de la negociación, como ocurrió en el Caguán.
Si bien el país ha virado radicalmente hacia la derecha, los costos humanos, políticos y económicos de la guerra y la prepotencia del poder, irán desgastando cada vez más la actual euforia –como también está ocurriendo a nivel internacional en contra de Bush y demás señores de la guerra. En esa misma medida, se irán ampliando las nuevas tendencias políticas que propugnan por la resolución pacífica y civilizada del conflicto colombiano, de manera que hay condiciones, mínimas al menos, para cambiar las armas por la política.