Las solidaridad con los oprimidos de cualquier país constituye uno de los actos más profundos de la condición humana. Como dijo Saramago, “no existe mayor respeto que llorar por un muerto al que no se conoce”. La historia universal abunda en ejemplos de solidaridad internacional, incluso con participación directa de las luchas de liberación de los pueblos, como lo experimentaron los nacientes estados latinoamericanos en las guerras de independencia contra el colonialismo español, o las brigadas internacionales en la guerra civil contra el fascismo en España. Han sido muchísimas las personas muertas lejos de su patria luchando por causas de la dignidad humana. Pero los momentos históricos cambian, haciendo que lo que estuvo bien en un momento termine convirtiéndose en obstáculo para los mismos ideales.
En el caso del conflicto armado en Colombia, el degeneramiento de los objetivos y de los métodos utilizados por todos los actores armados, ha producido motivos de sobra para despertar la sensibilidad de los demás pueblos y de organizaciones internacionales a favor del respeto por la vida, la integridad personal, la justicia, la libertad y demás derechos humanos de la población civil.
No obstante, en el caso del apoyo económico de ocho mil quinientos dólares brindado recientemente por la ONG Alianza Rebelión, de Dinamarca, a las FARC, esa ayuda no puede ser bienvenida, como tampoco lo puede ser la ayuda a cualquiera otro de los actores armados ni la que los Estados Unidos le está dando al gobierno nacional a través del Plan Colombia. Lejos de solucionar la guerra y aliviar el sufrimiento de nuestro pueblo, esas ayudas contribuyen a atizar el fuego, a incentivar el guerrerismo que tanto daño nos ha causado.
En la presente etapa de nuestra nación, la lucha armada lejos de ser una solución, ha terminado por acabar da agravar los problemas. Los ideales de la insurgencia quedaron rendidos al dinero del narcotráfico y manchados de todo tipo de injusticias. Las FARC en particular, son un grupo altamente comprometido con el narcotráfico; un grupo que volteó sus armas contra el pueblo, que hizo del secuestro y del asesinato prácticas rutinarias para su enriquecimiento económico, por encima de cualquier sentimiento humanitario; una guerrilla que terminó actuando tan salvajemente como los paramilitares. Evidentemente, no son ellos los voceros de nuestro pueblo ni la vanguardia de ninguna transformación social. Ya no son ningunos luchadores por derechos humanos, sino unos de sus principales violadores.
Por otra parte, ante las posibilidades de información que actualmente brindan las tecnologías de la comunicación, ya no hay excusa para aceptar que una ONG sensible a la problemática latinoamericana esté inocentemente engañada con la imagen de Robin Hood de las FARC, pues abundan las evidencias en contra. Es un flaco favor el que la ONG danesa le ha hecho a las ONGs colombianas, dándole más pretextos al presidente Uribe para que las siga señalando públicamente de ser cómplices del terrorismo, exponiéndolas irresponsablemente al peligro que ello conlleva.
La ayuda de los europeos o de los solidarios de cualquier parte del mundo será bienvenida, pero si es para apoyar a las víctimas del conflicto, a las viudas, a los huérfanos y a los familiares de los secuestrados, de los desaparecidos. O que contribuyan a apoyar la resistencia de las comunidades -campesinas, indígenas, afrodescendientes- que tan heroicamente se atreven a desafiar, sin utilizar armas, a los diferentes actores de la guerra.
Es claro que al amparo del antiterrorismo se están promulgando legislaciones que podrían dar lugar a la violación de derechos humanos. Y a éso hay que oponerse con toda la fuerza de la humanidad. Pero la manera como lo ha hecho la ONG danesa no es el camino.