Dos hechos marcan el actual momento político del país: las reacciones políticas contra las aspiraciones del presidente de Uribe a ser reelegido concentrando todos los hilos del poder en sus manos; y la nueva dinámica alrededor del Acuerdo Humanitario.
Estimulado por una popularidad sin precedentes, el presidente Alvaro Uribe se lanza con todas sus fuerzas a la reelección, dispuesto a reformar la Constitución, cambiando su posición antireeleccionista de cuando fue candidato, sacrificando la agenda parlamentaria, transando con los conservadores para obtener su respaldo, dividiendo a su partido liberal y aceptando el respaldo de los sectores más representativos de la politiquería tradicional, como Turbay con su cínica propuesta de Patria Nueva.
El Poder y la gloria siempre han tendido a engolosinar a los humanos, siendo muy pocos los que no pierden la humildad y el sentido de las proporciones. Y lógicamente, en el juego de fuerzas políticas, un fenómeno como el de Uribe despierta todo tipo de reacciones, como la oposición que intenta articular el Polo Democrático, las actitudes ventajosas de los uribistas o las adhesiones oportunistas de quienes aspiran a participar del banquete. No obstante, en este momento se destaca la paradójica propuesta liderada por los expresidentes López y Samper, respaldada por muchos congresistas, de acabar con el presidencialismo, sustituyéndolo por un régimen parlamentario, que limitaría significativamente el poder de la cabeza de gobierno. Para ello, la Dirección Nacional Liberal ha planteado la posibilidad de que se convoque a una nueva Asamblea Constituyente con lo cual, de paso, podrían evitar una Convención Liberal que termine dándoles golpe de estado y profundizando el desgaste de ese partido.
Sorprende también, ver cómo, en este desmemoriado país, la vieja clase política representada en los expresidentes –la mayoría de los cuales terminaron sus mandatos en el colmo del desprestigio (Turbay, Samper, Pastrana)- siguen siendo las figuras cantantes de la política nacional. Independientemente del régimen político de que se trate –presidencialismo, parlamentarismo o cualquier otro- con esos políticos, no hay ni habrá mayores esperanzas. Estos hechos revelan también la debilidad que aun tienen las fuerzas políticas alternativas que están tratando de fraguarse.
El segundo hecho es el de las acciones y reacciones en torno al Acuerdo Humanitario. No queda claro si la propuesta del gobierno, de liberar cincuenta prisioneros de las FARC, es una propuesta real hacia el intercambio, o de búsqueda de apoyo a la reelección. Desafortunadamente, para las contrapartes del conflicto (gobierno y guerrilla), la prioridad no es ni ha sido la libertad de los secuestrados ni de los prisioneros. El problema no es jurídico, ni semántico (canje, intercambio, indulto, acuerdo, etc.). Tampoco es cuestión de buena o mala voluntad con quienes están privados de la libertad, sino de ‘oportunidad’ para las partes del conflicto, en procura de ventajas políticas o militares. Por ahora, lo que se juega es una oportunidad política para el gobierno, la cual no despierta buena acogida en una guerrilla que parece estar pendiente de un momento propicio para su contraofensiva militar.
No obstante, el hecho es que, así sea temporalmente, se abrió una pequeña rendija que despierta inmensas esperanzas en las personas privadas de la libertad, en sus familiares y en la ciudadanía; que incentiva a que se incremente la presión nacional e internacional para que las partes se sienten a negociar no sólo el intercambio humanitario sino el proceso de paz, así las condiciones objetivas para que ello se dé sean mínimas. Las últimas encuestas (Gallup) muestran que quienes están a favor de la vía militar apenas llegan al 35 %, en tanto que 60 % prefieren la negociación política del conflicto y 63 % están a favor del acuerdo humanitario. Hasta cuándo seguirán imponiéndonos la guerra?. Cuándo terminará la indolencia ante el sufrimiento de los secuestrados?. Cuándo terminarán de secuestrar y desaparecer colombianos?.
Además de los impagables costos humanos y de los gigantescos costos militares, el Estado está comenzando a tener que responder costos de la guerra sucia. En dos recientes fallos, el Estado Colombiano fue condenado a pagar 60 mil millones de pesos: uno, por 45 mil millones, que acaba de proferir en la presente semana el tribunal Administrativo de Cundinamarca, por la masacre cometida por los paramilitares en la Gabarra en 1999 en la que fueron asesinadas 27 campesinos; y otro, por 16 mil millones, de la Corte Interamericana de derechos humanos, por el asesinato de 43 campesinos en Pueblo Bello, Antioquia, en 1990, a manos de paramilitares. Esto es apenas el inicio de una cascada de condenas a que está expuesto el Estado colombiano por la complicidad de las fuerzas armadas con los paramilitares. Si bien hasta ahora muchos crímenes han quedado en la impunidad, a la larga, los gobiernos, las fuerzas armadas, las guerrillas, los paramilitares y muchos de quienes propiciaron o toleraron tantos hechos de barbarie, tantos crímenes de lesa humanidad, no podrán escapar de tribunales nacionales e internacionales.
El 13 % del Presupuesto general de la Nación para el año entrante se gastarán en el Ministerio de Defensa. No obstante, se están proponiendo nuevos impuestos (ahora al patrimonio) para más gasto militar, impuestos que como siempre recaerán sobre el pueblo ya que la guerra no la pagan los dueños del país, los que son los responsables de que el campo esté en guerra, ese 0.4 % que según el último informe de contraloría es dueño del 61 % de la tierra. Entre tanto, los hospitales públicos no tienen con qué funcionar y hay gente comiendo periódico con agua de panela. No obstante, aun hay una muy alta proporción de electores que piensan que como vamos, vamos bien. Y le apuestan a otros cuatro leguas de recorrido.