Los cambios introducidos por el gobierno Colombiano en su proyecto de Alternatividad Penal y las propuestas de la cúpula de los paramilitares para negociar unificadamente su desmovilización, ocurridos en la presente semana, imprimen un nuevo aire y dirección al proceso que el gobierno ha venido adelantando con estos grupos.
La nueva versión del proyecto del gobierno contempla la creación de un Tribunal de la Verdad, Justicia y Reparación; penalización con cárcel entre 5 y 10 años; y eliminación de la detención domiciliaria para quienes sean condenados. Estas propuestas constituyen cambios importantes, frente a las penas virtuales consignadas en la propuesta inicial que prácticamente garantizaba la impunidad total a los paramilitares, incluso a los responsables de delitos atroces. Indudablemente, en estos cambios tuvo mucho que ver la persistente presión de organismos internacionales, organizaciones de derechos humanos y muchas otras instancias, incluyendo representantes del Estado y hasta de Uribistas, que no compartían el enfoque inicial. Estos hechos permiten pensar que en adelante, el espacio político para propuestas de perdón y olvido –ya sea para paramilitares, guerrilleros, fuerzas del Estado o cualquier otro culpable de violaciones masivas de derechos humanos- podría verse cada vez más reducido, en tanto que también se amplían las posibilidades de recurrir a los escenarios jurídicos internacionales. Por su parte, los paramilitares proponen una mesa única de negociación, aceptando concentrarse en determinadas zonas, como paso hacia la desmovilización, y en respuesta al requerimiento gubernamental y de la OEA para poder hacerle seguimiento al cese de hostilidades y otros compromisos. Hasta la semana pasada sus jefes insistían en múltiples razones por las cuales no aceptaban concentrarse –como problemas de seguridad y temor de que sus zonas de influencia vuelvan al control de la guerrilla- y declararon enfáticamente que no pagarían un solo día de cárcel. Pero su mayor preocupación ha sido la extradición a los Estados Unidos, posibilidad que enfrentan doblemente, por haber sido declarados como organización terrorista y por su relación con el narcotráfico. El proceso con los paramilitares había llegado a un punto muerto que amenazaba con romperse, como lo alertó el Comisionado de Paz y vaticinaron algunos analistas. El rompimiento de ese proceso conllevaría a una nueva dinámica de guerra más intensa, compleja y confusa, en que al combate común contra la subversión se sumaría la lucha de los paramilitares contra la fuerza pública, debilitándose mutuamente y proporcionando condiciones propicias para la posible contraofensiva guerrillera. Eso, evidentemente, es algo que les resulta altamente inconveniente, confrontándolos a tener que flexibilizar sus posiciones y ceder en las negociaciones. Las delaciones de uno de los capos extraditados, la vendetta entre los carteles del Valle, los escándalos por su infiltración en la fuerza pública y organismos del Estado, denunciados hasta por el Ministro del Interior, las luchas internas y otros hechos, han debilitado la capacidad de estos grupos para imponer sus condiciones. De ahí la opción de las nuevas propuestas de negociación, porque les resulta preferible aceptar algo de cárcel en Colombia que las extradiciones. Hasta ahora la extradición ha sido colocada por los Estados Unidos y por el gobierno colombiano como tema no negociable, representando por consiguiente la mayor amenaza para narcotraficantes, paramilitares y guerrilleros. Es la carta de sometimiento que posiciona al gobierno frente a los grupos ilegales. Pero también a los Estados Unidos frente al gobierno colombiano, convirtiéndose la extradición en una de las principales dificultades para los procesos de paz. El compromiso del presidente Uribe se concreta en más de ciento treinta extraditados en lo corrido de su gobierno. Habiéndose descubierto la semana pasada un boquete o mico contra la extradición en un proyecto de ley, la congresista Rocío Arias acaba de anunciar un nuevo proyecto para que no sean extraditadas personas involucradas en procesos de paz. Es de esperarse que desde esta orilla, se siga insistiendo en esas propuestas. En cuanto a los Estados Unidos, su posición hacia el gobierno colombiano, el conflicto armado, el narcotráfico y la extradición está también expuesta a muchos avatares y, sobre todo, al pragmatismo que ha caracterizado a ese país en beneficio de sus intereses, de manera que eventualmente su firmeza ante al extradición también podría cambiar. Por ahora imponen la extradición y deciden “autónomamente”, según palabras del presidente Uribe, duplicar la presencia de sus militares en nuestro país. La inclusión del tribunal de la verdad, justicia y reparación en la nueva versión del proyecto de Alternatividad presentada por el gobierno, es un hecho que podría ser de mucha trascendencia, pero posiblemente encontrará muchos obstáculos en el camino, pues -como lo han evidenciado los escándalos de las dos últimas semanas- el mayor problema en Colombia es que el narcotráfico enredó no sólo a los contendores directos del conflicto armado sino a muchas instancias del poder político y económico, las cuales no estarán dispuestas a exponerse a la luz pública nacional e internacional. Hay que tener en cuenta que la mayor consigna de los organismos de derechos humanos a nivel nacional e internacional es que aunque haya perdón se conozca la verdad y el país pueda sanar sus heridas y tomar las medidas para que las atrocidades no vuelvan a cometerse. Las recientes declaraciones del general Uscátegui, llamado a juicio por la masacre de Mapiripán, son una pequeña muestra de lo que podría salir a flote ante un tribunal de la verdad. Uscátgegui afirma que podría desatar un escándalo mayor al del proceso 8.000. También el proyecto de Estatuto Antiterrorista presentado por el gobierno, está enfrentando obstáculos en el Congreso, dificultando el pacto político y produciendo fisuras hasta en la bancada Uribista. Las políticas antiterroristas sustentadas en la acción militar, pasando por encima de las libertades civiles y los derechos humanos, están siendo cuestionadas no sólo aquí en Colombia sino en todo el mundo. Los reiterados escándalos relacionados con la fuerza pública y los roces entre sus cúpulas, restan legitimidad a la propuesta de investirlos de más poder sobre la población civil. Además de las razones éticas, están las del costo humano, económico, ambiental y de soberanía nacional. La humanidad rechaza la ola internacional de terror y muerte. Pero aquí, mientras nos complace lógicamente que hayan disminuido las masacres y tomas de pueblos, se incrementa tenazmente el número de colombianos muertos en combate, casi todos ellos campesinos, portando el uniforme de una y otra de las fuerzas en conflicto. La guerra consume el presupuesto nacional e ingentes recursos económicos de los grupos armados ilegales, además de la destrucción de recursos naturales por los narcocultivos y las fumigaciones. Todo ese dinero y recursos humanos invertidos no en la guerra sino en la paz, podrían darle a nuestro país una capacidad de desarrollo sin precedentes que lo llevara a superar los problemas estructurales que originan la guerra y sumen cada vez más colombianos en la miseria. Ojalá las nuevas propuestas alrededor del proceso con los paramilitares, tengan eco y jalonen otros procesos de negociación política tendientes al logro de la paz y la justicia en nuestro país.
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