En 1819 culminó un proceso de varios años en los cuales las élites políticas criollas se enfrentaron militarmente al poder hispánico por hacerse al control del gobierno. Por más que algunos historiadores colombianos hayan querido destacar la participación de los pueblos indígenas y afrodescendientes en los llamados ejércitos libertadores, lo cierto es que la inmensa mayoría de éstos se mantuvieron al margen e indiferentes ante las guerras que se escenificaron en aquel período.
No está demás advertir que fue básicamente en lo que hoy es Perú y Bolivia donde tempranamente los pueblos indígenas se rebelaron contra el poder colonial. Los heroicos y legendarios levantamientos comandados por el indígena del pueblo Kichwa, José Gabriel Condorcanqui Noguera, más conocido como Tupac Amaru II (1738 -1781), y por el indígena del pueblo Aymara Julián Apaza Nina, llamado Tupac Katari (1750, 1781) fueron brutalmente aniquilados, traicionados precisamente por aquellas élites políticas y económicas que después manifestaban estar luchando a favor de la independencia de las colonias españolas.
Los criollos insurrectos no podían permitir que los pueblos indígenas lideraran la guerra contra España porque con seguridad la radicalizarían y a la postre ellos saldrían perjudicados. Los lugares que éstas élites le tenían reservados a los pueblos indígenas en las llamadas guerras independentistas no eran, por lo tanto, cargos de mando o de autoridad sino como simple carne de cañón, lo que explicaría en gran medida su apatía a participar en una guerra que veían como ajena.
Las guerras de independencia fueron diseñadas, planeadas, conducidas y ejecutadas casi en su totalidad por los hijos de españoles nacidos en América. Estos fueron los que comandaron los ejércitos, en tanto que los mestizos fueron los que combatieron en ellos.
Para los pueblos indígenas y afrodescendientes, en lo fundamental, las llamadas guerras de independencia fueron apenas asuntos de la gente blanca que poco les concernía, pese a las promesas que desde ambos bandos se le hizo en el sentido que se acabaría con el régimen de servidumbre indígena y de esclavitud afrodescendiente.
En 1819 se dio el parto de lo que hoy se conoce como Colombia. Fue el nacimiento de un país que doscientos años después no se ha terminado de construir, sobre todo porque desde su mismo nacimiento se puso de espaldas a la inmensa mayoría de su población, como quiera que se ha venido levantando a costa de negar sistemáticamente la diversidad de pueblos y culturas que habitan estos territorios.
De esta manera se construyó un país a imagen y semejanza de las élites políticas y económicas blanco-mestizas, que requirieron la confrontación con el poder hispánico fundamentalmente para preservar sus intereses privados y particulares.
Éstas élites tomaron del sistema de dominación hispánico, tal cual, casi todas las instituciones políticas, sociales y económicas. Apenas remozaron algunas para hacerlas más funcionales a su pretensión de consolidar la gobernabilidad, su gobernabilidad.
Si bien las élites se dieron a la tarea de escribir la historia de estos sucesos para sostener que con la expulsión del gobierno de España se habían escenificado grandes cambios y transformaciones, desde la orilla de los empobrecidos y excluidos de estas tierras, simplemente se asistió casi silenciosamente a un mero cambio de dueños de la gran hacienda llamada Colombia, sobre la cual ya no gobernaban más los españoles, sino sus ilustres hijos, los criollos, los cuales heredaron todo lo que habían construido sus padres peninsulares.
Aunque estructuralmente el cambio de gobierno no implicó mayores transformaciones en el naciente país, sería necio no tener en cuenta que ciertamente algunas cosas cambiaron.
Un común denominador a casi todas las leyes expedidas por los llamados libertadores fue su insistencia en quebrar y extinguir, a como diera lugar, la propiedad comunal y comunitaria de las tierras y territorios de los pueblos indígenas. De esta manera los Resguardos y los regímenes autonómicos que ostentaban recibieron las primeras ofensivas jurídicas con el propósito que los primeros quedaran incluidos en los circuitos del mercado y los segundos fueran sepultados bajo el poder hegemónico de la República.
Pero estas élites gobernantes que no veían con buenos ojos las instituciones de los pueblos indígenas, porque las consideraban un serio escollo para el proceso de construcción de la Nación monoétnica, católica y culturalmente homogénea en que estaban empeñados, no opinaron lo mismo de la oprobiosa esclavitud de los afrodescendientes. En ella no quisieron ver una contradicción a la libertad por la que supuestamente lucharon.
Debieron pasar varios años más, antes de que, al menos formalmente, fuera declarada la abolición legal de la esclavitud en el país, lo que tampoco significó grandes cambios para los pueblos afrodescendientes los cuales siguieron subsumidos en remozadas formas explotación de su mano de obra.
En este contexto hay que recordar que si bien fue sólo treinta y dos años después, hasta el 21 de mayo de 1851, cuando se decretó la llamada "Ley 21 sobre libertad de esclavos", debido a las tantas regulaciones y a los largos procedimientos que contenía dicha norma, encaminados prioritariamente, como una gran afrenta contra los esclavizados afrodescendientes, a indemnizar a los esclavistas, en la práctica tuvieron que pasar varias décadas para que la ley medianamente fuera una realidad.
Para el pueblo Rrom las llamadas guerras independentistas revistieron alguna importancia que es preciso mencionar. El gobierno peninsular, preocupado por combatir a sus hijos insurrectos, descuida los controles sobre ingreso de población que mantenía desde siglos atrás, lo cual facilitó que numerosos patrigrupos familiares de nuestro pueblo pudieran traspasar las fronteras y llegar a tierras huyendo de la intolerancia y xenofobia que campeaba en ese entonces por Europa.
Precisamente este período de las llamadas guerras independentistas marca para el pueblo Rrom una etapa caracterizada por el incremento su llegada a estas nuevas Repúblicas, entre ellas por supuesto a Colombia.
Sin embargo, terminadas las confrontaciones armadas, las élites que gobernaban la República y a pesar que pregonaban la necesidad de incentivar el flujo de inmigrantes de origen europeo a estas tierras para que, según su lógica, a partir de la hibridación biológica y cultural se diluyera la herencia que pueblos indígenas y afrodescendientes habían dejado en la población mestiza y mulata, empezaron a legislar para impedir la inmigración de "elementos indeseables" a la República, entre los cuales se encontraba ubicada la gente de nuestro pueblo.
Desde los primeros años de la República y durante un largo lapso, en la legislación expedida por las sucesivas élites en el poder referidas al control de la inmigración, taxativamente se expidieron normas que proscribían el ingreso de Rrom al país. Era lógico: las gentes de nuestro pueblo, apegadas a la libertad, concientes del valor de su independencia, defensores a ultranza de su autonomía y, pese a provenir de Europa, en todo caso muy lejos del fenotipo que buscaban para enriquecer estas tierras, era lógico que no tuvieran cabida sus estrechos parámetros.
Las celebraciones oficiales del "Bicentenario de la independencia" buscan, como ya lo pretendieron hacer en 1992 a propósito de la invasión europea a América, continuar promoviendo una historiografía interesada, descriptiva y ausente de crítica, caracterizada por resaltar casi exclusivamente los acontecimientos supuestamente protagonizados por las élites en el poder, a la vez que se encarga de ningunear y silenciar las voces y acciones de los hombres y mujeres sencillos y comunes de estas tierras.
Las celebraciones oficiales del "Bicentenario de la independencia", entonces, van encaminadas fundamentalmente a legitimar la historia escrita por los vencedores quienes como sobrevivientes han tenido la ocasión de escribir la historia de conformidad con el tamaño de sus intereses, impidiendo con ello cuestionar y abordar con miradas disidentes y alternativas el decurso histórico del país.
Las reflexiones que sin duda alguna concita el cumplimiento de doscientos años del nacimiento de lo que hoy es Colombia, trascendiendo en todo caso las celebraciones oficiales, deben poder permitir hacerse varias preguntas e intentar algunas respuestas.
Teniendo en cuenta que expulsado el gobierno español el país bien pronto terminó abrazado al imperialismo inglés el cual a su vez dejó como herencia la subordinación y sujeción vergonzosa de Colombia al imperio usamericano, una pregunta legítima ha plantearse es: ¿Cuál independencia? Si, como ya se dijo, los pueblos indígenas, afrodescendientes, Raizal y Rrom han sido invisibilizados en la historiografía oficial, sería pertinente preguntar: ¿Cuál es el lugar que han ocupado estos pueblos en el proceso de conformación de lo que hoy se conoce como Colombia?
Si se señala que históricamente Colombia ha estado gobernada por élites excluyentes y racistas, cabe preguntarse doscientos años después: ¿Qué es lo que los empobrecidos y excluidos del país tienen hoy que celebrar?
Y, finalmente, conociendo que el nombre del país se dio como homenaje a aquel marinero judío-italiano que desencadenó con su llegada un proceso de invasión y de inconmensurable destrucción de pueblos y culturas, es válido reconocer en esa simbólica asociación con los invasores, lo artificioso y extraño que ha sido para los pueblos indígenas, afrodescendientes, Raizal y Rrom, muchos acontecimientos de la historia de este país.
Transcurridos doscientos años del surgimiento de un país, que en muchos períodos históricos ha cabido perfectamente en la etiqueta de "República Banana", el momento es más que oportuno para recordar que el proceso independentista está inconcluso ya que prácticamente fue abortado desde sus mismos inicios en la medida en que en su proceso de construcción se ha excluido a la inmensa mayoría de su población, especialmente a los pueblos indígenas, afrodescendientes, Raizal y Rrom.
Dos siglos después se debe tomar plena conciencia que la tarea de la verdadera independencia está todavía por hacerse. Entonces el llamado que se hace desde el pueblo Rrom es a que se aproveche la ocasión para celebrar no lo que a la postre sucedió, puesto que bien poco habría que celebrar, sino más bien a rendir un tributo a todos los hombres y mujeres que con sus pueblos y desde sus sectores particulares han venido combatido contra el colonialismo de españoles, criollos y republicanos, en otras palabras, contra los colonialismos de ayer y de hoy. Por ello es que, aunque parezca paradójico, debemos celebrar lo que pudo haber sido y no fue.
Como símbolo de la reflexión que "desde abajo" necesariamente se tiene que hacer sobre este acontecimiento histórico que marcó el nacimiento de Colombia, bien valdría la pena, hoy por hoy, reivindicar la figura del legendario antihéroe indígena del pueblo Quillasinga, Juan Agustín Agualongo (1780-1824), quien haciendo gala de un entrañable amor por los empobrecidos de su región, desde el ejército realista aunque siempre manteniendo su independencia y autonomía, armó y comandó una poderosa y efectiva fuerza militar formada exclusivamente por Quillasingas, Pastos y afrodescendientes del Patía, con la cual, avizorando tempranamente que los Resguardos y los autogobiernos de los pueblos indígenas iban a soportar una fuerte ofensiva desplegada por las nuevas-viejas élites en el poder, y comprendiendo que los afrodescendientes dejarían de ser esclavizados únicamente combatiendo por los derechos ganados a los españoles, combatió con valor a los llamados ejércitos libertadores del sur del país, comandados por ilustres héroes de la independencia, algunos de los cuales fueron estrepitosamente derrotados.
(*) PRORROM (Proceso Organizativo del Pueblo Rrom (Gitano)