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¿Y literatura colombiana? – pregunté al asistente de cierta cadena de librerías en la Avenida Jiménez.

 - Claro mijito; tenemos a Vallejo, un verraco que se cree mexicano cuando, de hecho, ¡es más paisa que la arepa!; hay el caleño loco, Andrés Caicedo, pura salsa, música y suicidio; y no deja que se le escape de las manos la poesía del rolo José Asunción, se mató también, colocando la boca del cañón en el pecho, oprimiendo el gatillo... - ¿Y literatura étnica?

Mi nuevo amigo se calló. Puso cara larga. Me indicó con la mano la ubicación de las fotografías y bajó la mirada, retomando la página en su copia de García Márquez.

La novela que solicitaba, Las estrellas son negras de Arnoldo Palacios, una vez fue severamente criticada por el gran maestro del real maravilloso, y cuando Gabo reprocha un libro, con razón o sin ella, tachando su “gastado molinillo de resentimiento racial, su mediocridad técnica...” normalmente daría motivos para preocuparse. 

En la misma línea de García Márquez, otros como Ramón Vinyes han criticado la novela, señalando la “intolerable pasividad” del personaje principal, “... en tal caso, la novela de Irra (el protagonista) y su “negra estrella” no pasan de ser la triste biografía de una individualidad, la existencia de un muchacho sin importancia.” 

A mi juicio, aunque cualquiera deba reconocer los comentarios de sabios críticos, que Palacios se hubiese azotado por los críticas de dos personas relativamente lejanas a su entorno social, y que hubiera dejado que la tierra lo sacara del mundo literario por ellos, habría sido negar su identidad como chocoano subyugado y privar al lector de ir al grano de los orígenes de la angustia plasmada en toda su obra.

Tal comentario no pretende que cada obra creada como ésta, proveniente de la más honda raigambre social y desde la perspectiva de una etnia colombiana marginada, salpicada con coloquialismos, escrita con el fin de evocar la desigualdad social, la discriminación y el olvido de un pueblo, siempre merezca publicación y elogios, sino todo lo contrario: esta crudeza de lenguaje, la franqueza de las descripciones de acontecimientos que se han excluido de la literatura, citando a Zalamea Borda de El Espectador, “no solamente son disculpables en una obra de este género, sino que constituyen elementos inesperables de su esencia.” 

La historia se divide en cuatro capítulos titulados “Hambre” “Ira” “Nive” y “Luz interior”, los cuales reflejan el desarrollo lineal de los eventos.

En el primero conocemos al protagonista Irra; nos embarcamos con él, buscamos comida para nutrir su cuerpo debilitado y levantamos una polvareda dando vueltas por su pueblo desdichado, con sus vendedores, prostitutas y antioqueños acaudalados.     

El segundo capítulo muestra una evolución interna apoderándose de Irra, una furia sintomática de hambre creando un espíritu de rebeldía y hasta de locura. Al darse cuenta de la situación deplorable que viven él y su familia, y su impotencia frente a ella, el joven encauza su “ira” hacia el intendente del pueblo: “Irra tenía una vaga idea de lo que llamaban re-vo-lu-ción... El Gobierno era malo. Gobierno en las manos de los ricos que no sabían cómo era aguantar hambre…

El leitmotiv más sobresaliente durante la novela es el del cuerpo adolorido y los efectos que de allí se interiorizan. Como un Lázaro del siglo veinte, Irra se ha acostumbrado a ver su existencia dictada por sus varios amos como en cualquier novela picaresca. Los amos y figuras de autoridad hacen que su cuerpo sufra, provocando una dolencia física que se traduce en malestar perpetuo, impulsando sentimientos de cansancio, indefensión y fatalidad. Fervor se convierte en rabia incontrolable, y el muchacho coge un arma: “¡Heroico manosear el arma! Disparar, oler el olor de la pólvora, ver caer, bañado en sangre [...] Necesitaba matar. E iba matar al intendente.”

Movidos por su desesperanza y en vistas de salir adelante, tanto Irra como Palacios mismo tuvieron que salir de sus pueblos, éste para poder escribir su libro. A sus quince años, la familia de Palacios se reunió, el papá le fabricó cuidadosamente unas muletas, agruparon la plata y lo mandaron a estudiar un año en Quibdó, y después se desplazó a Bogotá, una ciudad que no le caía bien porque era “fría de gentes”.

Recién graduado del Externado Nacional Torres, en el año 1948, tras un recorrido por el país, sin poder entrar a los periódicos ni a las revistas del mundo intelectual, dejó su libro para publicar y voló con destino a Cartagena donde se embarcó con destino a París. 

El arte empieza a imitar la vida cuando Irra, en el último capítulo, decide firmar con una cruz el documento de su destino. En una referencia autobiográfica, el joven se despide de la familia y se dirige al puerto con rumbo a tierras desconocidas. Una “luz interior” ha sido encendida, una luz que da esperanza, coraje y ánimo de escaparse a la libertad, lejos del dolor que padece diariamente, inflingido por su propio pueblo. 

Que emigrar sea la salida más plácida y sostenible o no es una trama que no se desarrollará en esta reseña. Sencillamente, la historia de Irra y de Palacios, es la de un adolescente que rompe las ataduras de su pueblo de origen y sale al mundo. Es un hecho poco común dentro de una obra que refleja al Chocó que el escritor conoce, en toda su estética, con cualidades inspiradoras documentando un triunfo individual.

Dicho de otro modo, el libro del señor Palacios se define como una expresión catártica cultural; como lo expresa José María Restrepo Millán en el prólogo de la segunda edición, “lo mejor de este libro, como hecho artístico, es que ese cúmulo de dolor, y toda esa lucha,[...] son reflejo directo del natural; son la expresión inmediata del dolor y la lucha y el ambiente del Chocó, sin el más leve soplo del intelectualismo que ha solido desvirtuar muchas tentativas de novela acometidas en Colombia.”

La actitud e ignorancia de aquel bibliotecario que describo al inicio de este texto no sorprenden, pues tanto las novelas afros como de indígenas no circulan a nivel nacional por derives y prejuicios fuera de su control; empero, la crítica de su compatriota costeño García Márquez, también de orígenes humildes, resulta muy fuerte para este lector. Indudablemente, desde el panorama literario-académico de los estudios y bibliotecas, la obra tiene las deficiencias, torpezas e incongruencias de un escritor apenas  iniciando su carrera; en cambio, según mi criterio, adoptar la posición de Márquez es pedirle al autor que olvide su patria, es negar la lucha del mismo y del estético chocoano; denunciar “la insignificación humana” del personaje central, es desvirtuar la verdadera expresión artística.

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