Efraín Jaramillo Jaramillo

Colectivo de Trabajo Jenzera

Se han hecho muchos análisis sobre el paro agrario, pero a mi juicio faltan los que más necesitan los campesinos, sobre todo de aquellos que no tienen tierra. La mayoría de ensayos sobre el paro agrario, han sido ideológicos o textos que buscan los responsables de la crisis del agro colombiano sólo en los Tratados de Libre Comercio (TLC), el neoliberalismo, la globalización, que remplazaron a los culpables de antes, el imperialismo, la CIA  y otros espantos.

Es necesario también volver la mirada atrás y hacer una historia política de los procesos que han conducido a este levantamiento general de los campesinos, que ya llevan un mes y que aunque amainado, no ha terminado.

Este paro llama la atención porque en determinadas zonas ha adquirido rasgos de insubordinación, comparables a aquellos protagonizados por la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC) a comienzos de los años 70 del siglo pasado, puesto que de este paro hacen parte también campesinos sin tierra que tienen otras necesidades diferentes a que se solucionen problemas de infraestructura, se subsidien insumos para la producción agrícola, haya control de precios a fertilizantes y de entrada de productos subsidiados, eliminación del contrabando, ampliación de créditos; pero también a que se frene la firma de TLC con otros países, o aún que se suspendan los ya firmados, etc.

Pero también llama la atención el que estas miles de familias campesinas sin tierra, las eternas cenicientas del campo, que estando entre el montón no son fácilmente visibles, ven como en las rondas de negociación del gobierno con los líderes campesinos, corren chorros de babas (las del vicepresidente Angelino Garzón han sido las más abundantes y sinuosas), sin que en ningún momento se mencione que en el centro de la problemática agraria de Colombia está la concentración y el acaparamiento de tierras. Este ruidoso silencio se presenta porque para el Estado es más barato repartir plata, sobre todo porque no azuza los demonios terratenientes, más en un país donde todas las violencias han tenido origen en la alta concentración de la tierra.

Un campechano análisis mostraría que todas las guerras internas que han agitado al país, parten de que hay gente que le quiere quitar la tierra a otra gente y esta a su vez se defiende para no dejársela quitar. Y en caso de que la haya perdido, estará esperando condiciones favorables para recuperarla y así sucesivamente ha sucedido desde la época de la conquista.

Quizás esa historia debería recordarse para sacudirnos ese esquema interiorizado por la izquierda de encontrar culpables y no profundizar en las razones de las luchas por la tierra en Colombia, haciendo un seguimiento serio a los acontecimientos que las han originado.

Este texto no pretende hacer un registro de esas razones, sino de mostrar un aspecto de ellas poco mencionado en estos días.

Para abordar este tema nos vamos a remontar a la segunda mitad del siglo pasado, cuando se originó esa época horrenda, que en menos de 10 años cobró la vida a 300.000 campesinos. Independientemente de las causas que se le atribuyan a esta época llamada “la violencia”, el resultado final de ella fue el despojo de tierras de cerca de 400.000 familias campesinas y la ampliación o conformación de nuevos latifundios con base en ese despojo.

Esta violencia fue la respuesta de las oligarquías terratenientes a un anterior proceso de avance campesino en los años 30 y 40, donde muchas familias campesinas lograron hacerse a una considerable cantidad de tierras hacendatarias, en poder de una élite terrateniente. Ello había sido posible gracias a las reformas legales en favor de parceleros y arrendatarios introducidas por Alfonso López Pumarejo, primer presidente liberal después de varias décadas de hegemonía conservadora, partido muy ligado a los intereses de la iglesia y de los terratenientes.

Los campesinos tendrían que esperar más de una década para empezar a recuperarse y cobrar fuerza para volver por la tierra arrebatada. Una coyuntura favorable se daría a finales de la década del 60, en el gobierno de otro liberal, Carlos Lleras Restrepo, que igual que López Pumarejo, entendió que al desarrollo económico del país, se oponía una desmedida concentración de la tierra en pocas manos. Apoyados por el gobierno los campesinos sin tierra inician las  movilizaciones, originando la más importante lucha por la tierra que se ha dado en Colombia. En esa ocasión se movilizan de nuevo los indígenas en defensa de los resguardos. Decimos “de nuevo”,  porque en los años 20 y 30 ya habían dado grandes batallas para evitar que los terratenientes se apoderaran de las tierras de resguardo en el Departamento del Cauca, como había sucedido en el Departamento de Nariño, para ese entonces la región más indígena de Colombia. Esas luchas habían sido dirigidas con éxito por el terrajero páez Manuel Quintín Lame.

La presencia de organizaciones de izquierda fue un factor decisivo en la evolución y ascenso del movimiento campesino, pues  jugaron un papel positivo al sacar a los usuarios campesinos de la orientación reformista del gobierno de Lleras Restrepo y posibilitar así la dinamización de sus luchas y la formación política de sus dirigentes.

Pero después estas mismas organizaciones ayudaron a desmantelar lo que habían ayudado a construir. Al pretender que unas comunidades campesinas de incipiente organización y conciencia se convirtieran en un medio de su asalto al poder (¿se acuerdan de la ORP?), lo que lograron fue desmontar la base reivindicativa de un movimiento social con grandes perspectivas. Hoy no se menciona esa historia para no incomodar o recibir los estigmas de aquellos amigos de entonces, que como dice Fernando Mires, malos de la cabeza interiorizaron “la tesis que popularizó Galeano, la de que siempre somos víctimas y nunca hechores”.

Una primera pregunta que nos hacemos, mirando el pasado reciente, es de si la violencia paramilitar que vino después y que se intensificó en la década de los 90, no es otra cosa que una nueva anexión violenta de tierras por parte de antiguos y nuevos terratenientes. Sea cierto o no este interrogante, el resultado es que con dineros provenientes del narcotráfico y utilizando la violencia, se llevó a cabo en menos de una década, una “contrarreforma agraria” que desalojó de sus tierras a más de tres millones de campesinos. Un estudio de la Contraloría General de la República revela que durante esos 10 años los narcotraficantes se apoderaron del 48% de las tierras más fértiles del país. Los terratenientes habían recuperado con creces el número de hectáreas adquiridas por los campesinos durante 30 años de reforma agraria. Esto lleva a suponer que el desplazamiento forzoso de campesinos, indígenas y negros no es sólo un efecto colateral del conflicto armado, sino que obedece en parte a una estrategia macabra, asociada a los intereses de esos antiguos y nuevos latifundistas de volverle a quitar la tierra a los campesinos.

La segunda pregunta que nos hacemos es de si un desarrollo consecuente del paro agrario actual, no llevará temprano o tarde a plantear la recuperación de la tierra por parte de los que la perdieron ayer, de los sin tierra, de los campesinos desposeídos por la violencia. Eso llevaría a plantear un cambio de nombre a esta movilización, significando que no es sólo un paro agrario, sino un “paro campesino por la tierra” o para anudarlo con las luchas de ayer un “movimiento campesino por la tierra”.

Pero parece que la izquierda y los movimientos ambientalistas que lo apoyan están más interesados en irse lanza en ristre contra el TLC, los transgénicos, etc., que siendo demandas importantes, lejos están de ser suficientes para solucionar la crisis del campo colombiano. Puede que eso dé réditos políticos de cara a las elecciones, o recursos del ambientalismo internacional. Hay mucha astucia charlatana rondando esas toldas. Pero no se está abordando el problema fundamental del país, que es la extrema desigualdad en la tenencia de la tierra. Con el agravante de que la tierra en Colombia se ha convertido en la principal estrategia de acumulación y lavado de activos provenientes del tráfico de drogas, para la siembra de palma, coca y otros cultivos agroindustriales, creando extensos desiertos verdes, que junto a la ganadería se vienen expandiendo en el país y reviviendo un sistema social “señorial-latifundista”, que se engalana con caballos de paso fino colombiano, poncho, carriel, sombrero aguadeño o “vueltiao” y otras parafernalias, que acostumbran a lucir los notables y poderosos señores de esas regiones. Este sistema fundamenta su poder en la tenencia de grandes extensiones de tierra de alta productividad agrícola, donde “pasta apaciblemente” el ganado, mientras miles de familias campesinas se aglomeran a su alrededor a contemplar estos “vacíos rumiantes”.

Bogotá, septiembre de 2013

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