Guillermo Segovia Mora

Como era de esperarse, poco crédito han dado los medios masivos de comunicación a la fundamental incidencia del movimiento por la paz que desde hace por lo menos tres décadas promueve en el país una solución política al conflicto armado, en el inicio y avance de las conversaciones de La Habana entre el gobierno Santos y las Farc.

Aún en el período autoritario de la “Seguridad Democrática”, con el desconocimiento del carácter político de la insurgencia y del conflicto armado interno, que intentó, con relativo éxito y con altos costos humanitarios el debilitamiento de la guerrilla, sectores de la sociedad civil mantuvieron la bandera del intercambio humanitario y de una solución negociada al conflicto, alternativa civilizada a la que no fue ajeno el propio presidente Álvaro Uribe, atraído por la gloria de ser “el hombre de la paz”, aunque hoy en uno de sus raptos de egoísmo y cizaña característicos se desdiga de sus ofertas y cuestione encarnizada y falazmente los avances en la capital de Cuba.

Como el objetivo de la solución negociada requiere de ejercicio de poder para convertirlo en actos de gobierno, el país tiene que reconocerle a Juan Manuel Santos -por análisis estratégicos y convicción- el haber asumido la decisión política de buscar el diálogo y la negociación para poner fin al alzamiento armado, lo que implicaba a la vez reconocer la existencia de una confrontación bélica en sectores de la geografía y su motivación en  razones de carácter histórico sociopolítico. Nada  menos que el conflicto interno más prolongado del hemisferio occidental. Ante esa realidad, el movimiento social por la paz y la izquierda han logrado mantener firme la bandera de la paz sin que ello les implique plegarse a Santos. Es una convergencia por objetivos que debería llevar a una victoria significativa del plebiscito por la paz para que lo acordado goce de una legitimidad incuestionable y sea irreversible.

Quienes hemos militado en la causa de la solución política negociada desde los años 80, cuando distintas agrupaciones armadas se fortalecían en el país con plataformas políticas de cambio desde la revolución socialista hasta la apertura democrática, sabemos que a pesar de que la guerrilla ha acudido a medios criminales para financiarse, muchos de ellos censurables sin atenuantes, jamás han dejado de lado el propósito político de su levantamiento, que en todos los casos era la impugnación de las estructuras de inequidad, desigualdad y miseria y la exclusión política por vías legales y de facto, de las fuerzas alternativas en el marco de una democracia formal. Esa causalidad política es la que hace que el mundo, salvo algunos voceros de los extremismos más retrógrados,  mire con entusiasmo el proceso y con extrañeza la oposición al mismo con argumentos contraevidentes y falacias.

Las conversaciones y los acuerdos avanzaron contra viento y marea. Las Farc, así hubieran tenido que marginarse en la selva y salir solo para asestar lamentables emboscadas, jamás se habrían avenido a la claudicación. Un gobierno liberal y demócrata en los cánones formales perdería su  legitimidad encarnecido buscando aniquilar una gente armada en resistencia. A la guerrilla le va mal en las encuestas pero es una realidad en los territorios. Se necesitaba estatura histórica y coraje. De un lado para tratar de igual a un adversario en desventaja. Y del otro, para, a cambio de algunas reformas, aceptar la legitimidad de un Estado al que se propuso destruir para fundar un nuevo poder y aceptar las reglas de la democracia para jugar su propuesta. Ha habido realismo y madurez.

Lo acordado hasta ahora hace parte de las deudas pendientes de la dirigencia y la oligarquía colombiana con la justicia y la democracia. Se necesita estar loco o, más entendible, ser beneficiario del statu quo para calificar de castrochavistas medidas para desatrazar el campo, llevar presencia del Estado a territorios abandonados, humanizar el control de cultivos ilícitos, reparar las víctimas, desatascar la participación, garantizar el ejercicio de la oposición -no de los que se reclaman tal con todas las garantías del establecimiento sino de los que la han ejercido eludiendo cárcel y bala- o dar un enfoque de género a problemáticas que han afectado con mayor gravedad a la mujer. Si el interlocutor es ilegítimo y no le corresponde la vocería de estos reclamos, ¿Por qué Álvaro Uribe en sus ocho años no realizó esas reformas? Con lo que de paso habría deslegitimado políticamente a las Farc y al ELN.

Ahora en una de sus inimaginables volteretas tácticas, el uribismo -después de haber rechazado todo- suelta el caramelo de que podría reconsiderar su posición si las partes negociadoras consienten revisar lo relacionado con justicia transicional y participación, en sus términos “impunidad” y “gratuidad”, a sabiendas de dos imposibles en un acuerdo de este tipo: cárcel e interdicción de derechos políticos, así solo sea para la comandancia. El Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición que se materializará a través de la Jurisdicción Especial para la Paz y la Comisión de la Verdad es un avanzado y audaz intento de síntesis y superación en esta materia. La participación directa de un determinado número de desmovilizados de la guerrilla en el Congreso y circunscripciones especiales de paz en zonas afectadas por el conflicto para las organizaciones sociales son la forma de dar continuidad al proceso en el escenario de la institucionalidad y garantizar su cumplimiento. Tratar de renegociar estos aspectos -el uribismo lo sabe- es dilatar el cronograma en busca de sepultar el proceso.

El Uribismo con sus acusaciones y advertencias apocalípticas sobre los resultados del proceso de paz busca de antemano vetar la posibilidad de que una convergencia de fuerzas democráticas no sólo consolide el esfuerzo sino que profundice en cambios fundamentales para el país apenas tributarios de la modernidad. Ahí la razón de las calificaciones descabelladas de “concesión al narcoterrorismo” “imposición del castrochavismo” “avance del comunismo” para intentar de nuevo confundir a la gente con su magia de que sus justas reivindicaciones son pecado, que la guerra o la rendición son la única alternativa para los insurgentes y que la patria del mesías es el destino ideal para la humanidad.

Todo lo anterior, de ñapa, muestra la fragilidad de los argumentos de los opositores a los acuerdos puesto que refieren una institucionalidad bicentenaria a punto de colapsar con cambios sin los cuales ese revolcón si sería inevitable realidad. De otra parte, son un menosprecio a la inteligencia de los colombianos.

El SÍ en el plebiscito es decir adiós a las Farc como organización armada, a 60 años de confrontación bélica, a una violencia que nos signó  y una bienvenida a hombres y mujeres que desde la legalidad deberán trabajar porque su visión de país y sus propuestas tengan aceptación. Es mandatar al gobierno para que cumpla lo acordado en beneficio de los territorios azotados por la guerra y el fortalecimiento de la democracia. Es repudiar la venganza y el odio como parámetros de relación entre adversarios. En lo particular, es hacer realidad un sueño.

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