Tanto el reciente informe del PNUD sobre la democracia en América Latina como el del Banco Mundial, publicado el año pasado, sobre la desigualdad en esta región, demuestran una idea que, si bien es obvia, es necesario insistir en ella: la democracia no puede coexistir, salvo que se convierta en un bien precario y frágil, con la pobreza y la desigualdad social. Si bien ambos informes señalan que América Latina es la región más desigual del mundo, ambos también afirman que esta desigualdad es mayor cuando hablamos de raza y etnia. El informe del Banco Mundial, por ejemplo, destaca que "la raza y la etnia son los factores que determinan en forma más permanente las oportunidades y el bienestar de los individuos de esta región. Tanto los indígenas como los afrolatinos viven en considerable desventaja respecto de los blancos, puesto que son estos últimos los que reciben los ingresos más altos de la región". 

 

En realidad, lo que vive nuestra democracia, como otras, no es solo el asalto del radicalismo sino también de una realidad que los gobiernos democráticos no han podido reformar. La reciente encuesta de DATUM a nivel nacional muestra ello con mucha claridad: 68% de los entrevistados afirman que el desempleo y la situación económica son los problemas económicos del país; 74% manifiesta que ha tenido problemas en comprar alimentos este último mes. La encuesta de APOYO, por citar otra, también evidencia el crecimiento de un malestar económico pese a la campaña publicitaria del gobierno. Todo ello coincide, cifras más, cifras menos -y vuelvo a citar a DATUM- con un 84% que pide bajo diversas formas (adelantar elecciones, promover la vacancia, apoyar un golpe militar o una insurrección) cambiar de gobierno.

 

Este cuadro no es ajeno a lo que viene sucediendo en otros países de la región donde la fragilidad del gobierno y la precariedad de la democracia son datos cotidianos de una realidad, en verdad, escandalosa. Sin embargo, este desencuentro entre régimen democrático y realidad, que bien se puede traducir como un desencuentro entre democracia y sociedad, no es el único problema. A éste se le suma otro: el tipo de sociedad y el papel que en ellas juegan las minorías. En sociedades como las nuestras, fragmentadas, de baja institucionalidad, con fracturas étnicas, con altos grados de desconfianza hacia las instituciones, partidos y políticos y, por lo tanto, desafectas a la política, sin horizontes de futuro y con necesidades primarias insatisfechas, las minorías activas y eficientes, como las ha llamado el presidente boliviano Carlos Mesa, juegan un rol central.

 

Ellas, como ha venido sucediendo en algunos países, son capaces de generar grandes tormentas. El caso de Ilave es buen ejemplo. En realidad, el nuevo rol de las minorías responde a una doble fractura: entre la política y la economía, lo que aquí algunos han llamado ingenua o huachafamente, la "italianización" del país, por un lado, y entre la política y la sociedad, por el otro. Ya no es solo el divorcio entre el país formal y el real, como se decía en el pasado; es también el divorcio entre sus partes fragmentadas. Son en estos intersticios donde las minorías radicales de izquierda o derecha juegan su mejor partido.

 

Por eso la protesta siempre es fragmentada y focalizada, es decir, no tiene una lógica nacional ni busca canales de institucionalización políticos. Ahora lo que existe no es un gran conflicto que ordene a los otros –como fue hace unos años entre el capital y el trabajo- sino muchos conflictos y cada vez más radicales que difícilmente se pueden institucionalizar. El conflicto social se encuentra en lo que podemos llamar una guerra de movimientos, es decir, una suerte de guerra de guerrillas, terreno propicio para las minorías activas. El problema es saber cuándo se pasará a una guerra de posiciones, es decir, a disputar espacios y poblaciones, con la cual las fracturas mencionadas líneas arriba se harán más visibles.

 

Por ello, que alguien quiera darle un nuevo sentido nacional a esta protesta no está mal. Es un acto de modernidad. Un intento por organizar el conflicto para luego darle un curso político institucional que es, justamente, lo que hoy no existe. Y si son los trabajadores, es mejor aún. Lo retrógrado es la realidad, no un conflicto social que quiere ser organizado y ordenado. Lo otro es peor. Es la ley de la selva o la celebración del conflicto como norma para toda acción social. Si no lean los informes del PNUD y del Banco Mundial.

 

* Tomado de La República

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