El Boraró es el duende de los indios tucanos. Se trata de un hombre alto y moreno, con pies muy gruesos, pero sin dedos y con uñas afiladísimas en los de las manos, que viste de traje gris, a manera de bata, vive en la cúspide de los cerros y acostumbra lanzar gritos estrepitosos; se alimenta con carne humana y mata muy fácil a quien desea; para hacerlo se presenta de frente y hace unos raros movimientos con sus manos; la futura víctima se siente como electrizada, se paraliza y pierde totalmente sus fuerzas, al mismo tiempo que parece como si no tuviera huesos, ya que en el acto se va al suelo; cuando tal sucede Boraró se arrima a su víctima, le abre con las uñas un roto en la cabeza y por allí lo absorbe o lo chupa en forma total; cuando termina su trabajo, sólo queda la piel.

 

A continuación conoceréis una de sus historias:

 

En alguna ocasión salió un indio a cazar; tomó un sendero de la selva y al poco rato vio una gran cantidad de micos que brincaban de unos árboles a otros; siguiéndolos, logró matar con sus flechas una apreciable cantidad y cuando quiso regresar no pudo hacerlo porque había perdido el camino; al caer la noche penetró a una cueva pequeña, en la que únicamente podrían caber él y los frutos de la caza; la rodeó con palos, a manera de cerca, para evitar las fieras y colocado en medio de los micos muertos se dispuso a dormir; sería más o menos la media noche cuando oyó muy cerca una voz que le decía: "quiero comer tu corazón", y cuando intentó localizar el lugar de donde provenía, vio por un huequecito a Boraró.

 

Disimulando el miedo le contestó: "espere un momentico que ya se lo daré", y procurando no ser visto, sacó con su cuchillo el corazón de uno de los animales cazados y se lo pasó.

 

Boraró lo comió, y todavía saboreándose, habló así: "Delicioso estaba el pedacito que me diste; pásame otro", el indio repitió lo que antes había hecho, y continuo efectuando la misma operación en forma sucesiva, porque cada que el duende se comía mi corazón, pedía otro; entre comida y comida entablaron amistad e intercambiaron preguntas:

 

-¿Tienes hijos?

 

-Sí -contestó el tucano-, ¿y tú?

 

-¡No!

 

-¿Acaso no tienes mujer?

 

-Sí; por aquí está, pero el dios que nos crió nos dijo que nunca tendríamos hijos.

 

-Entonces, ¿cuando mueran no dejarán familia?

 

-Nosotros permaneceremos siempre solos, ya que no podemos morir y nadie nos podrá matar.

 

En esas estaban cuando se acabaron los corazones de mico y empezó a amanecer.

 

-Dame el último pedacito de tu corazón, que voy a partir.

 

-¡imposible!, ya se me acabó y no tengo más.

 

-Y.. ¿cómo es posible que te lo hayas sacado sin quejarte del dolor y sin haberte muerto?

 

-Muy fácil; lo hice con este cuchillo -se lo mostró-; usted también puede hacer lo mismo: tómelo y coloque su punta sobre la parte del cuerpo que hay encima del suyo; empújelo con firmeza y no tema si le duele; al contrario: hágale más fuerza y vera que no vuelve a sentir nada.

 

Boraró, todo intrigado, tomó el cuchillo entre sus manos e hizo lo que el indio le había dicho; cuando empezó a desgarra sus carnes, sintió dolor y lo empujó con más fuerza; al instante se fue a tierra y quedó como muerto.

 

El tucano, al verse libre de tan tenebroso enemigo, lo dejó con el cuchillo clavado, tomó la carne de los micos y finalmente volvió a dar con el camino que antes había perdido, y regresó a su casa; durante tres días estuvo comiendo y reponiéndose de la aventura, y una vez con nuevos bríos volvió al lugar donde había dejado al muerto; lo encontró y procedió a sacarle su cuchillo, y cuál no sería el susto cuando al hacerlo, Boraró sacudió la cabeza, abrió los ojos y se puso de pie.

 

-Cómo dormí de sabroso, pese al susto que me hiciste pasar con tu cuchillo -dijo-; ven acércate más que quiero agradecerte; pasé un rato muy agradable contigo y me diste a comer una carne deliciosa; no temáis; torna como recompensa esta varita y cuando desees carne, basta con que toques con ella el árbol donde se encuentre el animal; todos los que allí haya caerán de inmediato; cuando mueras, la varita volverá a mi poder.

 

El indio, lleno de pánico, tomó el obsequio y salió a pasos agigantados; con el correr de los días tuvo ganas de comer carne, recordó el regalo, lo cogió, fue al monte, vio un palo repleto de guacamayas, lo tocó con la varita y, como por encanto, todas cayeron.

 

Boraró, pese a ser un mal personaje, había cumplido su palabra, pero no por eso el indígena le tomó confianza; al contrario: cuando iba a pasar por el lugar donde se le apareció, sus pies tomaban una velocidad tal, que parecía un venado corriendo por la llanura.

Comentarios   
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