Por: Héctor Pineda S.*
En las crónicas sobre el Reino de los cielos, desde muy niño, me ha llamado la atención el instante en que aquel Ángel protegido por el Todopoderoso cayó en desgracia porque Dios, que todo lo sabe, se enteró de las consejas, dimes y diretes, chismes y felonías que Belcebú, en ese entonces de cabellos color oro y piel blanca como el blanco de la nieve blanca (según dibujos de tiempos remotos), plantaba entre las Cortes Celestiales promoviendo alzamientos contra el Altísimo (no hablo de Peñalosa), por “la democratización del Reino de los Cielos”, dice una versión sindical.
Estando en esos asuntos de promover motines y manifestaciones, desordenando la tranquilidad celestial, Belcebú fue capturado por orden de Dios. Como en todo reino absoluto, el juicio fue sumario. El Juez Supremo, Dios indignado, no requería de testigos ni de declaraciones sobre los hechos por los cuales era apresado y obligado a comparecer ante el Alto Tribunal el “Ángel caído”, porque, siendo una autoridad sin más autoridad superior a él, los dictámenes y decisiones tenían la dureza de la justicia inmutable que, como se sabe, no tiene apelación ni en el mundo de lo Divino y, mucho menos, en el falible mundo de los humanos.
Así pues, para que se cumplieran los designios de las Escrituras que narraban lo inconmensurable de la Obra Divina, el insurrecto fue condenado, despojado de su imagen y condenado a los más oscuro del universo, morada que, hasta ese momento, no tenía habitante alguno. Belcebú se convirtió en el “señor de las sombras”, el rey a reinar el mundo del mal. Su piel adquirió la coloración del inframundo y su cabeza fue coronada por un par de cuernos de “macho cabrío”. La Corona de la ignominia.
Así pues, el paradigma de “justicia exprés”, sin debido proceso, del cual tiene conocimiento la humanidad, sin duda, es este primer juicio de condena al Ángel rebelde, por lo menos la humanidad que ha forjado la piel de su estirpe en los mitos y creencias que se trasmiten de generación en generación, en la lectura del Libro Sagrado y las cátedras de catecismo. La milenaria lucha del bien, personificado en la imagen de Dios y su contrario, el mal, dibujado en la horripilante imagen del Demonio, siguen su inacabable disputa, seguramente, hasta el día relatado en las crónicas del Apóstol San Juan, en el último Libro bíblico: El Apocalipsis.
Todas este cuento sobre el juicio a Belcebú por andar revolucionando los cielos, se me viene a la memoria escuchando el verbo beligerante de la periodista colombo-española, Salud Hernández, que se dedica a condenar a quien se le viene en gana o a quienes no comparten su particular manera de mirar el mundo, tanto el nuestro como el de su tierra de nacimiento, con una mirada usualmente de talante derechista, como la califican quienes la conocen de cuerpo entero y han escudriñado en los recovecos de sus creencias y convicciones. Salud, parece un Dios (a) inmutable impartiendo mandoble de justica. Menos mal que la condición de la señora Salud Hernández es humana, demasiado humana.
Cree Salud Hernández, pues, que los dirigentes de las FARC no pueden realizar activismo político. Ella, “suprema jueza”, considera que todos y todas son criminales “espantosos” que, recordando sus palabras, no tienen otro camino que pedir perdón e ir a la cárcel. No importa lo que digan los Tribunales, tanto los acordados como los ya existente, porque para el “Ángel exterminador”, los jueces y la justicia son corruptas. Otro paradigma, recuerdo, fueron los juicios sumarios de la justicia militar al amparo del Estatuto de Seguridad.
*Constituyente
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