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Los primeros días de camino

El día siguiente, tras otra reunión y la repartida de la dotación de comida, arrancamos camino para Buenavista, el último pueblo antes abandonarse a la merced de la selva nariñense. Recorriendo por las montañas de un valle impresionante, el asombro fue mayor al ver el horizonte.

Sólo una carretera corre por el centro de Buenavista. Pese a la inesperada llegada de cerca quinientos individuos a un lugar en donde reina la incertidumbre del narcotráfico y, al parecer, de la presencia de las Águilas Negras, la Minga fue acogida en su territorio.

Martes el 24 de marzo. Me despertó el olor de pan fresco y los gritos de una mamá regañando a su hijo. Pasé la mañana conociendo a la gente con quien iba a andar tanto y a las doce del medio día la Guardia Indígena se formó en pleno en la cancha de fútbol, un campo que se ensancha en un mirador abrumador de la jungla y de la ruta que íbamos a navegar. Indígenas del Valle (ORIVAC), del Cauca (CRIC), del Putumayo, de Nariño (UNIPA), de Caldas (CRIVEC), de Quindío (ORIQUIN), de Cundinamarca, de la Sierra (un pequeño grupo de guambianos), entre otros, conformaron los cinco "bloques" o "comisiones". Acto seguido, montamos las mochilas en la espalda, nos despedimos de los que se quedaron y bajamos el camino hacia la jungla.

A diez minutos de partida, una supuesta mina interpersonal paró nuestro camino. La alarma fue falsa. Luego de cruzar varios ríos, llegamos a Yacula, un pueblito de unas 300 personas, mayormente afrocolombianos. Los alumnos de la escuela salieron para saludarnos y observar una oleada de gente pasando por su poblado. Una maestra comentó que ellos son "muy amigos" de los indígenas y que no habían padecido de ningún efecto por la masacre, o "todavía no" como agregó.

A las tres de la tarde del mismo día, el primer monstruo cuya intención fue retrasarnos se presentó en el camino. Tomó la forma del río Ñambí, cien metros de ancho con una corriente imprevisible y una sola forma de cruzarlo, una balsa de cuatro palos de madera, amarrada con cuerdas. La construcción de la balsa no fue lo que nos puso en un dilema sino su tamaño: solamente permitía a dos personas montarla a la vez, algo que implicó un número espiral de viajes. Perdimos un día entero esperando hasta que el último hiciera el cruce del Ñambí.

La secuela de la demora del río implicó que todos durmiéramos cerca de él en carpas muchas de ellas improvisadas montadas por doquier. Al día siguiente, muchos amanecieron empapados del aguacero que nos había caído encima, razón por la cual nos apuramos para llegar al próximo pueblo llamado Palicito donde comeríamos y esperaríamos a los demás.

Allí el dueño de tres cabañas nos recibió humildemente, nos dio posada esa noche y aguantó el bombardeo de preguntas de la tropa angustiada por las condiciones, por sus compañeros, por la distancia que faltaba y por la seguridad del resguardo. Según el anfitrión, quien afirmó no haber sufrido directamente los golpes de las Farc, no hay cultivo de coca en la vecindad y él mismo ha visto a una gran cantidad de awá desplazarse de su territorio.

Durante los dos próximos días, al azar, me colocaron en la comisión número uno con los del Cauca y avanzamos con cierta agilidad, atravesando quebradas, escalando lomas, vadeando el barro y atajando la espesa vegetación hasta llegar el día cuatro a la comunidad El Volteadero, encubiertos de lodo, sudor y sangre, donde empezaría el trabajo duro. Paulatinamente nos acostumbrábamos a la vida selvática, pero nuestro ritmo había sido despacio y cuidadoso, por la cantidad de personas y nuestra seguridad.


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